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Papelillos a la mar         Papelillos a la mar

                Por Alfonso Arizcun

domingo, 27 de septiembre de 2009

LÁGRIMAS VERDES



I

Un solo instante –el que va del sentirse al ignorarse- anegará irremisiblemente todo lo que te rodea, inundándolo en un torrente de tinieblas. Descansarás de ti.

Al sumergirte en ese mundo de ensueño recordarás; y tu recuerdo no será más que el prolongado fogonazo de tu vida rescatado hacia la luz. Y te envolverá la placidez de tu sueño, desdeñando burlonamente el gesto torturado de los que te rodean.

Desde tu envidiable posición les verás agitarse sin que puedas refrenar su dolor, o quizá tu risa. Penetrarás la negrura que les oprime sin importarte qué distancias o límites marcan con sus cuerpos. Porque tú ya no estarás allí -¡pobres imbéciles!-, tú ya te habrás ido. Ahora formas parte de la oscuridad que les rodea, y por eso los manejas a tu antojo, les tratas como a peleles, contemplas sus grotescas contorsiones de marioneta cuando tus manos enredan violentamente en los hilos.




II

En el punto exacto que separa la luz de la oscuridad, murmullos apagados como prolongación de las últimas luces recogidas en el fondo de sus retinas. Requiebros de cuerpos acomodándose sobre butacas de brazos compartidos.

Sus grandes ojos verdes, del color delicado de olivas vareadas antes de sazón, traspasados por una nube acuosa de dolor transparente, apenas conseguían contener las lágrimas. Era como si la luz recién perdida de la sala la atrajese para sí y la robase súbitamente de la otra luz de ficción que se abría ante sus ojos. Siempre había sido así.

- Mira, Carlota, a mí que me lancen al aire y que el viento me lleve hacia donde él quiera.

Un rectángulo oscuro es la causa de sus ensueños. La fuerza de su recuerdo es tal que los difusos límites que la rodean son golpeados violentamente por alguna imagen que trata de escaparse hacia la luz.

- Mira, Carlota, a mí que me lancen al aire y que el viento me lleve hacia donde él quiera.

Su cuerpo permanece aletargado, cómodo, mientras la oscuridad se enseñorea de todo. Entonces, ella moldea el espacio a su gusto, se zambulle en la penumbra y escala a su antojo paredes imaginadas. Sólo la contemplación del leve movimiento de una mano o de alguna cabeza frente a ella la devuelve de vez en cuando a ese entorno difuso en la que se halla sumergida. Y de nuevo se siente rodeada de sombras, apenas intuidas en su inmovilidad. Puede distinguir algunas en el mismo instante en que recuerda sus nombres, mas en aquel momento sus perfiles se oscurecen y la negrura se dilata alrededor de sus rostros.

No la encuentra. Hubiese deseado distinguirla entre aquellas sombras, pero es imposible, no está allí. Sólo sus palabras se le presentan nítidas y resuenan para ella con más fuerza que nunca: <¡Te lo prometo!>. Le martillean los oídos sin que logre acallarlas: <¡Te lo prometo!>. Mas ya no importa, no le importa. Le hubiese gustado verla y susurrarle al oído: <¡Ya está; ahora te toca a ti!>. Pero no la ve, no puede verla. Quizá más tarde…




III

Su sobrina no respondió. Permaneció apoyada en la barandilla de madera con la mirada inmóvil y ocupada en la distancia. Por un momento quedó cautiva de su propia imaginación, hasta que un escalofrío, más de incertidumbre que de miedo, la obligó a reparar en las palabras de su tía.

- Sí, que te incineren, ¿verdad? – preguntó Carlota sin esperar una respuesta-: yo también –continuó embelesada en la lejanía, donde se alzaban como amargos agoreros los cipreses que flanqueaban la cansada e irritante blancura de la tapia-. Sólo de pensar en que me meten en una caja, sin luz, sin aire, imposible de abrir si me despierto… -componía el rostro en un gesto que pretendía traslucir el sentir de sus palabras, abriendo con expresión de horror sus grandes ojos y escondiéndolos después tras unas manos exageradamente crispadas-. De verdad, tía, cada vez que lo pienso…, es que me da un no sé qué…

- ¡Quita, chiquilla! –exclamó su tía-. ¡Calla, calla! Qué luz ni qué aire, ni qué nada –alzó ambos brazos como queriendo atrapar entre ellos los disparates que acababa de escuchar-. ¡Esta chiquilla…! Pero, ¿para qué quieres luz o aire una vez muerta? ¡Y bien muerta!

- Tía, pues a mi me da no sé qué –simulaba un escalofrío-. Y, además, no será la primera vez que entierran a alguien vivo –ahora, el escalofrío era más prolongado-. ¡Ah!, y los gusanos… -el escalofrío se convertía en estremecimiento.

- ¡Eso, eso es lo que a mi me parece horrible! –gritó súbitamente su tía, como queriendo que Carlota no completase la frase que acababa de iniciar.

- Los gusanos…

- ¡Calla, chiquilla, calla! –la interrumpió inmediatamente su tía. Siempre tienes que imaginar las cosas. ¡Déjalo, déjalo ya!, que ahora es a mi a la que me da un repelús… -dijo mientras abandonaba el balcón trasero de la casa. Ya dentro de ella, se volvió un instante hacia Carlota, simuló recoger aire en su puño cerrado y lanzarlo nuevamente hacia el aire agitado del balcón, acompañando este ademán con una amplia sonrisa dirigida hacia su sobrina.

Cuando su tía desapareció tras la puerta de la sala, Carlota se recubrió de nuevo de su presencia solitaria. Su mirada recorría otra vez la blancura de la tapia, tan irritante a sus ojos, y en su pensamiento se resolvía aquella imagen que su tía no había permitido completar en su presencia: <¡Los gusanos…!>

Podría resulta extraño el saber cómo se revolvían angustiados tan lóbregos pensamientos en la cabeza de Carlota. Cualquiera que hubiese logrado descifrarlos o tan siquiera intuirlos sin conocerla bien hubiese manifestado su extrañeza o se hubiese preguntado, sin duda, cómo era posible que en aquella juventud tuviesen cabida –con posición privilegiada- semejantes preocupaciones. Sin embargo, para los que la conocían ya no constituían motivo de sorpresa. Y es que toda ella era imaginación y sentimiento, las más de las veces trágico, aunque nunca pretendía ser macabro. La idea de la muerte le asaltaba como un vértigo irrefrenable, con una fuerza que a veces arrastraba también a quien se encontraba junto a ella. Carlota se mostraba con un extraño poder de seducción cuando comunicaba sus inquietudes respecto a la muerte. Conmovía el escucharla, hasta el punto de inspirar ternura en quien descubría sus temores y obsesiones. Quizá era la suavidad y dulzura de su voz, o quizá la sinceridad candorosa de sus palabras, la que provocaba en quien la escuchaba un sentimiento íntimo de comprensión y de respeto al que era difícil sustraerse.




IV

Siempre había sido así. ¿Historias de otros tiempos? ¿O acaso de ahora? Por más que lo intentase, jamás lograba ahuyentar su pena y ahogar sus pensamientos refugiándose en la indiferencia, en el a mi qué me va en ello.

Quizá fuese un anciano con quién sabe qué historia arrastrada hacia el olvido; o quizá un joven cualquiera pagando con creces su juerga nocturna; o acaso alguno como aquel (¿estaría dentro o no?) que le hizo perder el sueño después de ver el macabro espectáculo de su coche envuelto en llamas. Daba igual, su dolor no entendía de edades, y sus ojos verdes menos.

No se acostumbraba. Siempre, por más que se resistiese, le asaltaba de improviso la misma pena de tragedias ajenas. Tanta era su congoja que acababa por inundarse en un llanto empalagoso, de corazón sensible y de lágrimas verdes, ante la sorpresa desconcertada de sus vecinos de butaca.




Siente deseos de escapar de allí: los continuos murmullos le molestan, los encuentra monótonos; las medias palabras siempre le han parecido demasiado hipócritas para reparar en quienes las pronuncian. Mas sabe que debe permanecer en su sitio, soportando las miradas turbias y esquivas de otros ojos que, vagamente, se posan en su cara. Puede sentir su peso, aunque la contemplen procurando distanciarse, como diciéndole: estoy contigo pero me guardaré de seguirte, me mantengo a tu lado pero durante unos minutos tan sólo, a lo más unas horas; pasado ese tiempo cada uno seguirá su camino, tú te irás por un lado y yo por el mío; acaso nos encontremos en alguna ocasión; posiblemente yo saldré a tu encuentro aburriendo tu oído con fórmulas hechas y frases gastadas; o acaso nos reencontremos al cabo de los años para no separarnos jamás; o quizá sea esta la última vez que nos veamos; yo no lo sé; tú… quizá lo sepas ya.

De nuevo resuenan en sus oídos ecos pasados: <¡Te lo prometo, te lo prometo, Carlota!>. Quizá más tarde… Ahora ella tampoco lo sabe. Ahora sólo reconoce un espacio de penumbra sobre el que nadan luces superpuestas que alumbran tenuemente rostros inmóviles, fijos en la distancia. Ahora sólo siente calor, un calor difuso de luces proyectadas que se enreda entre sus dedos y le resbala con zigzagueo continuo, ceremonioso, sin que pueda retenerlo. Ahora suda, y su sudor es frío, de goterones helados que la empapan. Comienza a sentir agobio de ropajes demasiado ceñidos y de ambiente cargado. El aire le pesa. Sin embargo, permanece en su sitio sin mover un músculo; es necesario, debe ser así, siempre ha sido así. La cabeza ligeramente elevada hacia la concurrencia, el cuerpo recto, las manos juntas, casi ocultas, apenas entrecruzadas. Sí, debe ser así. Aunque el dolor comience a apoderarse de sus miembros, aunque el cansancio de postura mantenida y de reposar inmóvil le recorra todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, siempre había sido así.




V

Se calza las botas y atraviesa el zaguán. Al traspasar el umbral de la puerta siente una sensación extraña; la misma que le asaltó a su llegada de la ciudad. El aire no es el mismo sin los ladridos de Marte. Después de tantos años acostumbrada a las muestras de júbilo de su enorme mastín cada vez que la veía subiendo la cuesta que conducía a la casa, o a sus ladridos de protesta al alejarse por el camino embarrado hacia la Cueva de as Brujas, se le hace raro descubrir casi de improviso que junto a la puerta no hay más que vacío. Sólo una cadena arrojada en el suelo que no sujeta más que vacío. Si acaso sujeta un recuerdo demasiado doloroso para no llorar. Se agacha para recogerla y arrojarla hacia un rincón menos visible, menos evidente de aquella ausencia, pero en el mismo gesto de alargar el brazo se contiene. Ni siquiera osa tocarla; es mejor así. No tiene derecho a borrar recuerdos; ella menos que nadie; ahora.

Dobla la esquina y se encamina hacia el portón que separa la pequeña huerta familiar del camino. Lo abre con algún esfuerzo. Todavía al volverse para cerrarlo fija una vez más su mirada en el puesto vacío de Marte: lo ve a través de una espesa nube de lágrimas que le resbalan copiosamente sin hacerse oír. Le brotan de lo más profundo de su alma, y por ello es que son silenciosas. Demasiado tristes para ser escuchadas. Lágrimas verdes al cabo.




El Camino de las Brujas –como era conocido en el pueblo-, resultaba bastante incómodo para andar por él en invierno. Con las primeras lluvias uno de sus tramos devenía en cauce natural que, si bien no recogía gran caudal de agua, ésta sí circulaba por él con la suficiente constancia como para convertir el camino en un barrizal durante la mayor parte del año. Esto, añadido a lo poco frecuentada que era la Cueva dado su escaso interés para los habitantes de los contornos, hacía de aquel camino y de los parajes circundantes a él lugares solitarios. Por ello, los alrededores de la Cueva y la Cueva misma eran lugares preferidos por Carlota para esconderse y pensar, y en no pocas ocasiones para recordar y llorar penas.

Allí había idealizado solitaria su primer amor. Ese amor de fantasía, adolescente e impreciso, tan irreal y pasajero como su propia edad o su vida. También esos parajes habían sido testigos de sus lágrimas tras la muerte de su tía o de su amiga Ana. Allí, entre jaramagos y helechos, crecían arrojadas penas y pensamientos íntimos que con frecuencia recogía al hilo de sus paseos.




El camino hacia la Cueva de las Brujas es hollado de nuevo por sus botas de agua, tratando de encontrar en él la serenidad y el consuelo que no ha logrado todavía.

Su andar es ligero. Quiere sudar, necesita sudar. El esfuerzo siempre le había ayudado a sobreponerse. Al menos, durante su caminata, el esfuerzo y la pena se nivelaban, uno ayudaba a la otra, difuminaban sus límites al igual que el sudor diluía en él a las lágrimas.

Llega a la Revuelta del Cementerio. Por unos instantes duda. Contempla la tapia –irritantemente blanca- y siente ganas de gritar: ¡cómo era posible que un lugar tan triste pregonase de aquel modo tan arrogante su presencia! Inmediatamente, recuerda a su tía y decide reemprender el camino hacia la Cueva: nunca había podido soportar la visión de la tumba de su tía, saber que estaba allí enterrada sin atender a sus deseos de incineración. Es verdad que sólo ella había sido la confidente de sus deseos, que en una sola ocasión expresó veladamente su voluntad, pero no era menos cierto que con aquella única vez se había establecido un pacto de sentimientos entre las dos que nunca la dejaron cumplir. Para Carlota aquello había supuesto un sufrimiento añadido al de su muerte, que le costó un gran esfuerzo siquiera el asumirlo. Porque siempre pensó que su palabra hubiese debido bastar para que se cumpliese la voluntad de su tía. No soportaba ver su tumba de después de haberla oído expresar su repugnancia a ser enterrada: no era miedo lo que sentía sino asco, verdadero asco a que se la comiesen los gusanos. Y después de todo allí estaba. Desde aquella muerte, Carlota persiguió un férreo deseo que no tardó en cumplir.

Alcanza el tramo que sirve de cauce improvisado a las aguas. El barro se adhiere a sus botas y le cuesta avanzar. Así es mejor: más esfuerzo, más sudor… Aprieta los dientes y se mantiene sobre el camino. Quiere llegar, necesita llegar pronto para refugiarse en la luz adormecida de la Cueva, y pensar, y recordar, sin ser vista, sin tener que soportar miradas, ni voces, ni presencias cercanas recitando fórmulas hechas y frases gastadas. Cuanto antes llegue, antes podrá contemplar su vida, en soledad.

Al fin, divisa a lo lejos aquel como ojo oscuro que la atraía irremediablemente hacia sí. No era grande, no es grande, apenas de una altura comparable a su estatura, abierta sobre una ladera lo suficientemente escarpada como para ignorarla –o ni si quiera reparar en ella- si no se va allí resuelto a adentrarse en su negrura. En el mismo instante en que la ve, se detiene bruscamente. Se queda como embobada contemplando la belleza natural que ofrece aquel paisaje desde la distancia. Quizá es que esta tarde le embarga un sentimiento de pesar distinto al de otras tardes. Quizá es que la pena que ahora arrastra sobre el barro se muestra recubierta de nostalgia y, al contrario que otras veces, se deleita bucólicamente en aquel paisaje hasta ahora ignorado en su interior. No conoce con certeza a razón de su ensimismamiento, pero, en todo caso, aquella visión la ha reconfortado. Sin embargo, sigue necesitando la soledad mortecina del interior de la Cueva y ansía llegar a ella.

Emprende de nuevo el camino y, ya sin detenerse, llega al pie de la ladera. Comienza a subirla, en tanto que en su boca se deshace lenta y calladamente el nombre de Marte, como procurando paladear el sabor de cada letra. Y una vez más le resulta amargo un nombre pronunciado en aquella subida. Era curioso que un lugar en el que había derramado tantas lágrimas fuese –sea- tan querido para ella. Y es que las penas no le venían de allí, la acometían desde fuera, se ensañaban con ella casi a diario, a veces sin saber siquiera de dónde procedían. En ocasiones se veía asaltada de improviso por la tristeza, sin conocer su causa; y se daba a llorar largamente con lágrimas sentidas desde lo más hondo de su corazón, aunque ni su corazón conociese el motivo de su tristeza. Por ello es que la Cueva de las Brujas era para Carlota un lugar tan querido; porque le dejaba espacio para pensar, para recordar, y allí recomponía sosegadamente su intimidad, desgastada a menudo por lágrimas verdes.

Se aposta frente a la boca ovalada de la Cueva. Se seca el sudor, ya frío, y escruta hacia el interior: como siempre, allí se mantiene, labrada en la oscuridad y pegada a las paredes de la Cueva la soledad que tantas veces ha abrazado. Se adentra en ella y espera a que sus ojos se acostumbren a aquella penumbra deseada, solitaria, para ella sola. Pronto puede distinguir la superficie abovedada que la rodea. Alza la mano para tocarla, casi para acariciarla. Las paredes de la Cueva son tersas, como pulidas delicadamente por sus muchas visitas, como si el dolor que ella trasladaba allí tan a menudo hubiese ido corroyendo lentamente sus rugosidades naturales hasta legar a suavizarlas de aquella forma. Es una suavidad fría, húmeda, nada acogedora, que cala, sin remedio, hasta los huesos.

Pero Carlota se siente bien allí, siempre se sintió bien amparada entre aquellas solitarias paredes. Nunca le había importado que la piedra sobre la que apoyaba su espalda rezumase humedad con tal de hallar su espacio –se diría que connatural a ella- bajo aquella bóveda musgosa. En cuanto alcanzaba la boca sobre la ladera avanzaba hasta el fondo de la Cueva, a cinco o seis metros de la entrada, y, contra la pared, se acurrucaba. Allí la oscuridad se hacía más densa, y Carlota apenas podía distinguir los perfiles de sus brazos como no fuese elevándolos hasta la altura de sus ojos y viéndolos en contraste con la claridad de la entrada.

Ese era su espacio, y ahora, de nuevo, lo busca. ¿Qué otro espacio sino aquel?




VI

¿Por qué no conseguía hacer lo que todo el mundo: limitarse a disfrutar de la película sin pararse a pensar qué es lo que se escondía al otro lado de la pantalla? ¿Por qué había de derramar lágrimas por los muertos ajenos, que ni siquiera sabía si existían? De lo único que estaba segura era de que sus lágrimas eran reales, de que la pena la consumía cada vez que imaginaba a los familiares doloridos velando el cadáver de su ser querido.

¡Notaba tan cercano ese dolor! Apenas a unos metros, tras la gran pantalla de imágenes coloreadas. Hubiese bastado un pequeño orificio en el muro del fondo para contemplar las caras recorridas de angustia en torno a un ataúd.

Además, los tanatorios eran lugares tan impersonales, tan igualadores… Cuando ella muriese preferiría que la incinerasen. Así, por lo menos, no tendría que aguantar el trasiego de gentes llorando por su causa y repartiendo pésames ante su presencia amortajada. Así, ella no sería la causa de que alguien llorase en un cine imaginando lo que sucedería más allá de la pantalla. Aunque, quizá, eso sólo le sucediese a ella.




Un mareo, como de movimiento brusco, la descompone. Es un mareo de un instante, como de ser arrojada violentamente dentro de sí, como de un despertar repentino. Otra vez la oscuridad más absoluta. Poco a poco, la imprecisión de la penumbra. Frente a sus ojos, como agüillas, vuelven a discurrir las sombras: ahora se tocan, ahora se besan, ahora se aprietan fuertemente las manos, ahora se mueven por entre sombras y butacas, inseguras, tímidas, cohibidas, molestas.

La misma molestia que en algunas descubre la siente Carlota por la presencia de aquellas. No le gusta que la miren, que la observen escrutándola, que estén pendientes de su gesto, de la palidez de sus labios ni del verde agostado de sus ojos. No le gusta que murmuren de oreja a oreja sobre la condición de su vestido o la posición de sus manos. No le gusta. Nunca le ha gustado. Ahora menos.

Siente la molestia de su presencia porque, a la vez que la observan, ella sostiene sus miradas y profundiza en sus ojos, y ve en ellos cómo le van haciendo el vacío, cómo le lanzan paulatinamente hacia la soledad más absoluta, cómo le dan de lado por ser distinta, por no ser como ellos. Se apartan de ella aun sin saberlo, aun sin quererlo algunos. Aunque este apartamiento ahora sólo se trasluzca en sus miradas Carlota sabe que pronto se separará de ellos y que acabarán por relegarla al olvido. Quizá le recuerde alguno, siempre hay alguno. Los más lejanos es improbable. Los más cercanos quizá: por su mirada, o por la forma de moverse, o por sus lágrimas verdes.

Y no es que Carlota desee permanecer entre aquellas sombras, no es que envidie sus vidas, no es que le mueva, ahora, el deseo abrazarlas. No, no es eso. Es que todavía está allí; aún debe permanecer allí. Eso es. Todavía está allí y esto le impide verla. Porque se le adelantó, la dejó atrás sin darle tiempo a recuperar su mano, fue más rápida que ella y la perdió tras la penumbra, la dejó adentrarse sola en aquella oscuridad de la que ahora no le es posible salir, de la que no sabe salir. La penumbra no le deja distinguir el camino, la negra densidad cada vez la agobia más y las miradas a su alrededor comienzan a ahogarla insoportablemente.

Quizá más tarde…

Quizá más tarde la encuentre. Le tenderá la mano y la sacará suavemente, de puntillas, de aquel remolino de caras y sillas. Entonces, se reirán juntas. Recordarán sus palabras, sus angustias, sus temores. Y se reirán de todo. Se asomarán hacia los que ahora la contemplan vanamente, hacia los que la miran y no la ven en la oscuridad. Y lanzarán de sus bocas las más burlonas carcajadas. Porque la miran embobados y nunca han entendido sus lágrimas, porque la rodean sin quererlo y se hacen cruces ante su cara triste. Porque ella, entonces, ya no estará allí. No, no estará: acaso haya salido hacia la luz, en busca de la luz, y recorra junto a Ana la calles mortecinas o camine solitaria por el Camino hacia la Cueva o, posiblemente, se introduzca una vez más en la penumbra repentina del cine, de algún cine.

Una suave fragancia airea el espacio agobiante que la envuelve. La siente de repente, como una bocanada salvadora que, al contacto con su aroma delicado, va disolviendo en su propia negrura a todas aquellas sombras. La visión cansina y nerviosa que la perturbaba se deja arrobar por aquel perfume que, sin duda, ha olido en otras ocasiones; un perfume que le recuerda a suave fragancia como de flores cortadas. Y se siente arrebatada, y se deja arrebatar.





Estaba firmemente decidida. Lo había meditado largamente en su último paseo, agotador, por el Camino de las Brujas. Tres veces lo había recorrido de un extremo a otro tratando de aclarar sus ideas, sus sentimientos, sus deseos confusos, procurando abrir un hueco de luz por entre la maraña de sus emociones. Pero, al fin, lo había decidido.

La reciente muerte de su tía, tanto más cruel por lo inesperada, la había golpeado en lo más hondo de sus frágiles pensamientos. Habría sabido reponerse de tan profundo golpe al transcurrir de los días o los meses, quizá lo años, porque sabía que con el tiempo las heridas del alma se restañaban, dejaban de supurar amargura para quedar tan sólo como cicatrices de la memoria. Y esa cicatriz se hubiese mantenido en su recuerdo para siempre, como tantas otras de las que guardaba en la memoria y que destapaba a menudo al amparo de la Cueva. Hubiese conseguido cerrar su herida si no fuese porque la aguijoneaba constantemente ese resquemor del deseo incumplido de su tía. No alcanzaba a comprender cómo sus palabras habían tenido tan poco poder de convicción, por qué no le habían hecho caso. Ella lo había intentado por todos los medios: razones, aseveraciones, juramentos, gritos desesperados, lágrimas… Todo inútil. Tan sólo había logrado acrecentar su sensación de impotencia y, con ésta, abrir más en ella la herida de la muerte.

Pesando sobre sus hombros el sol aplastante de otro mediodía, al fin, había resuelto la lucha que durante tantos y tan agitados días había sostenido contra su propia confusión. El fallecimiento de si tía había supuesto un aldabonazo para sus imprecisas elucubraciones sobre la muerte, sobre su propia muerte. Se había despertando en Carlota el deseo imperioso de concretar de alguna manera todos aquellos revueltos pensamientos que, desde que tuvo uso de razón, le bullían en la cabeza. Se podría decir que, de algún modo, Carlota había mantenido una larga conversación con la muerte real, que la había palpado por primera vez fuera de su imaginación y que aquella directa y dolorosa relación había terminado por reforzar sus más recónditos temores. Aunque aquella mañana ya había decidido la manera de apaciguarlos un tanto, de amortiguar su empuje.

Emprendió una vez más el camino hacia la casa. Dejaba rápidamente a sus espaldas la Cueva que aquella mañana no había pisado: había querido recoger el peso del sol sobre su carne y sentir los goterones de sudor resbalándole por la frente, por los párpados, por las mejillas, para confundir con él las lágrimas y poder pensar libremente, sin penas. Así, enjuagándolas en el sudor, las penas se adormecían, y Carlota hallaba el suficiente sosiego como para abrir ese resquicio de luz que, al fin, la había alumbrado. Ahora, camino de su casa, cuanto más ahoyaba en ese resquicio más ancha y diáfana se le presentaba aquella luz abierta en su interior, y a medida que ésta crecía la herida de la muerte se le iba cerrando.

A la vista del cementerio, se reconoció transformada. Fue un instante, una chispita hacia su cerebro escapada del entorno de luz que parecía envolverla embriagadoramente. Sentía pesar por su tía; sentía pesar por su muerte y por mantenerla yaciendo bajo una tierra que no había deseado. Pero ya sólo era eso: pesar, pena; ya no miedo ni asco. ¡Qué más daba lo que hiciesen con tu cuerpo una vez muerta! Como su tía le había dicho aquel día: <¡Y bien muerta!>.

Pero la chispita se apagó en un instante y volvieron a Carlota en tromba todos sus temores, como conducidos por un destino que amenazadoramente se cerniese sobre ella. Sentía que la seguían en sus pasos y la espoleaba a cumplir su decisión con urgencia. Sólo así conseguiría aquietar su miedo. Sólo así la herida de la muerte se le cerraría definitivamente y, pasado el tiempo, quizá lograse asumir el fallecimiento de su tía como una más de las cicatrices que guardaba en su memoria.

Tanto era el empuje que había cobrado en su voluntad la firme decisión de hablar con Ana aquel mismo día que ni siquiera fue capaz de retrasar su llamada unos minutos más. Presa de un impulso irrefrenable, se lanzó en carrera hacia la casa, levantando con sus botas una estela de polvo gris que lentamente era remontado por un viento suave que lo aplastaba contra la tapia del cementerio y enturbiaba la blancura insoportable en torno a él.

Los ladridos jubilosos de Marte se dejaron oír desde el pueblo. Carlota dibujó entre sus jadeos una amplia y sostenida sonrisa, al tiempo que saludaba a su perro con el brazo izquierdo alzado. Siempre supo Carlota del cariño que se tenían ambos, pero ahora, mientras corría esperanzadamente hacia su casa después de haber sostenido en soledad aquella agria y larga lucha interior, al escuchar los ladridos de saludo le pareció que aún le quería más que otros días, y que este sentimiento también era compartido por Marte.

Llegó hasta el portón de madera, lo abrió apresuradamente con chirridos de humedad y de sol y cruzó, abriéndose paso, por entre la pequeña huerta, sorteando a trompicones las matas granadas de frutos como el último obstáculo a salvar entre ella y su querido perro.

Marte dejó de ladrar y avanzó excitado hacia la carrera ya refrenada de Carlota. Estiraba desde su cuello con fuerza para abalanzarse sobre ella. Pero Carlota trató de apaciguar la fogosidad de su perro antes de acercársele, pues sabía que una acometida de Marte podría dar con ella en el suelo. Enseguida, se fundió en un prolongado abrazo con él, durante el cual Carlota no pudo por menos que derramar emocionadas lágrimas verdes sobre el lomo ancho y robusto de su blanco mastín.

Los de Carlota eran abrazos intensos, en los que parecía ofrecer lo más profundo de su alma; y realmente así era: se dejaba en ellos la verdad, su verdad de cada momento. Podían se abrazos alegres o tristes, bruscos de un instante o prolongados, pero siempre emotivos, porque siempre volcaba en ellos sus sentimientos más sinceros. Era fácil descubrir en ellos el ritmo acelerado de un corazón sensible.

Tardó un largo rato en despegarse de Marte, pero una vez que se hubo serenado se puso en pie y se enjugó las lágrimas. Sintió de nuevo la necesidad de hablar con Ana cuanto antes. Penetró en el zaguán con urgencia como quien se arroja precipitadamente hacia la sombra huyendo de un calor sofocante, y con metódica desenvoltura se deshizo de las botas, las sacudió en un rincón y se calzó las zapatillas de paño grueso y desgastado que había abandonado allí unas horas antes. Mientras subía por las escaleras hacia el primer piso, reparó en lo precipitado de su arranque: ni siquiera había pensado en cómo redactaría la carta; tan sólo sabía lo que quería resolver con ella, pero no cómo lograrlo. ¿Y si, después de todo, su carta no servía para nada?, pensó. Quedó atenazada por la duda. Se mantuvo paralizada a mitad de escalera sin acertar a decidir si avanzar hacia el teléfono o volverse de nuevo hacia el polvo del camino para reflexionar. Desde sus piernas inmóviles un calor de congoja le fue ganando rápidamente todo el cuerpo, como una corriente que iba trepando por sus miembros y se dejaba notar al instante en una cara excesivamente encendida. Reaccionó: en todo caso, pensó, lo había meditado durante horas y lo que debía hacer era llamar en seguida a su amiga para quedar citada con ella y, si conseguía redactar la carta adecuada, entregársela. Luego… ya se ocuparía de indagar la validez o no de su escrito.


VII

Quizá… eso… sólo le sucediese a ella… La gente iba al cine a divertirse, a olvidarse de sus problemas. Pero… ella también; y, sin embargo, no podía evitar que su pensamiento volase por la sala y acabase traspasando la pantalla.

Cuando una secuencia abría un cielo o una luz en el horizonte, la claridad rebotaba sorpresivamente hacia su cara y se expandía más allá de ella descubriendo las furtivas lágrimas que le empapaban el rostro , y las miradas a su lado se le hacían más patentes, más directas y lacerantes; se volvían hacia ella y se golpeaban con el codo, e incluso, algunos, la señalaban burlonamente con el dedo, y no faltaba quien, tras la sorpresa inicial, desataba una burla idiota, la torpe burla del suficiente.

Pero a ella, qué le importaba lo que los demás pensasen.




Alguien, al que no ve, musita palabras a su espalda, va engarzando frases lentamente. Sólo escucha el ronroneo cadencioso de sus labios, como palabras vertidas hacia un oído atento y amoroso que las recibe. Quizá las pronuncia al tiempo de dibujar una sonrisa que se aplasta en unos ojos anhelantes de ternura; ojos que piden ser atendidos, ojos cansados de mirarlo todo a su alrededor y no ver nada, ojos soñolientos y agarrotados por el continuo zigzagueo de luces que les acompañan desde el fondo. Todo esto imagina Carlota de quien deshace a su espalda palabra tras palabra con el cansino ronroneo de un hilillo de voz atiplada, como el tañido acompasado y constante que disuelve el amanecer doblando a muerto.



VIII

Desde su cama, oyó entre sueños el ruidoso zumbido del teléfono. Ni se inmutó. Se revolvió mansamente entre las sábanas amparándose ante la fría humedad de la amanecida que impregnaba el aire de su habitación. El rinrineo machacón comenzaba a exasperarla, pero no estaba dispuesta a levantarse. Cesó la llamada. Otra vez el mismo zumbido insistente. Al cabo de unos segundos volvió a sentir un frío helador sobre su cara, al tiempo que el teléfono dejaba de sonar a mitad de llamada, con la brusquedad sorda que se percibe al ser descolgado. Al fin se veía liberada del pequeño pero molesto conflicto –por lo ambiguo- de debatirse entre la pereza fastidiosa de levantarse y el remordimiento egoísta de permanecer entre las sábanas, que ni le permitía seguir durmiendo ni le aconsejaba arrojarse desde sus sábanas cálidas hacia un suelo helado.

Podía oír un murmullo lejano que volcaba palabras y silencios sobre el otro extremo del pasillo, en tanto que ella se regodeaba en el calor mantenido de su cuerpo bajo la manta, victoriosa sobre el inoportuno cliente – sin duda era un cliente, como en otras muchas ocasiones- que madrugaba tanto o más que sus gallos y sus gallinas ponedoras. Fue recobrando dulcemente el sopor, como arrullada por los murmullos al otro lado del pasillo, apenas percibidos ya, hasta que la nube de su sueño la ganó de nuevo.

Podrían haber pasado unas horas, o quizá unos minutos a juzgar por la tenue luz que todavía rayaba la pared frente a las persianas, mas tan sólo transcurrieron unos segundos. El golpeteo sobre la puerta de su cuarto la sacó de las honduras en las que se hallaba sumergida. No se sobresaltó. A pesar del sueño que todavía la invadía, casi podría asegurar que había escuchado las pisadas de su madre acercándose hacia su cuarto y con sólo oír el sonido humedecido de sus pasos había comprendido que le acompañaban noticias desgraciadas. Su madre asomó la cabeza tímidamente, como guardando alguna palabra en su boca que no podía pronunciar. Una rendija abierta hacia el pasillo iluminaba ahora el fondo de la habitación y el rostro de su madre, que, al fin, balbució:

- Una mala noticia…

Carlota no la entendió, pero por el aspecto compungido de su cara, apenas adivinada, confirmó que algo triste había sucedido. Entonces comprendió que la llamada que se había escuchado hacía unas horas o unos minutos –en realidad unos segundos-, y a la que tanto se había resistido, estaba desatando algún lazo de su vida, acaso desgarrándola.

La madre traspasó la puerta y la cerró tras de sí, apoyó su espalda pesadamente sobre la pared jaspeada de luz frente a la persiana y, ya con voz más templada, tras un suspiro de abatimiento, dijo:

- Ana ha tenido un accidente.

La frase sonó como un mazazo retumbando salvajemente en los oídos de Carlota desde la escasa claridad de la cara de su madre. Lo seco y escueto de sus palabras era poco alentador para quien, como Carlota, las escuchaba apenas sin sacudirse, confusa, las últimas sombras de una duermevela interrumpida en ese instante. Esas palabras, junto al gesto impreciso de su la madre, semioculta frente a Carlota, más bien dejaban traslucir un desenlace fatal que no quería o no podía manifestarse de golpe, crudamente, sino que había que ir desgranándolo delicadamente, dejando que la imaginación se adelantase a las palabras y mitigando de esta forma su rudeza.

Carlota permaneció muda, incorporada sobre la cama, preguntando con sus ojos lo que no se atrevía a preguntar con palabras.

- La han llevado al hospital. Está muy grave.

Carlota sintió como si un peso se le descolgase desde el pecho. Había temido lo peor, y las últimas palabras de su madre le habían abierto una esperanza que no creyó poder acoger hasta ese momento, pues su imaginación –como siempre sucedía- ya se había adelantado a la realidad.

Libre ya de la primera sorpresa, se lanzó a un agitado e inquisidor movimiento de manos y labios:

- ¿Qué? –exclamó-. ¿Cómo está! ¿Dónde…! – pero no acertaba a controlarse e inquiría las razones atropelladamente, presa de un frenético desasosiego que acabó en un estallido histérico de gritos y lloros sobre el pecho consolador de su madre.

Al cabo de unos minutos, se serenó lo suficiente como para dejarse acariciar mansamente y volver a preguntar, más pausada:

- ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?

- Ha llamado su hermano. Que ha tenido un accidente con su coche y que está muy mal.

Carlota ardía sofocada en medio del aire frío que la envolvía. Los latidos de su pecho se agolpaban furiosos y un hormigueo nervioso le recorría las piernas enflaqueciéndoselas y le subía hasta su estómago que temblaba como un flan.

- Dice que está en el Hospital de San Miguel, y que de momento no saben más porque la están operando todavía. Que llamaba para avisarte y…

Carlota no esperó más. Se abalanzó hacia su ropa, doblada sobre una silla, recogió sus zapatos y, desvistiéndose torpemente mientras corría por el pasillo hacia la escalera, ya solamente escuchó su corazón trepidante y los sollozos mezcla de dolor y esperanza que le afeaban el rostro y empequeñecían sus grandes ojos verdes.

La madre se asomó al pasillo, sembrado de ropa por el suelo, y vio la espalda de Carlota perderse escaleras abajo. Tan sólo pudo gritar un “¡hija mía, espera!” que sabía que era inútil y escuchar los botes atropellados de su hija sobre las escaleras de madera; al momento, los ladridos de Marte que pugnaban por seguir al coche rojo camino abajo, tirando del cuello con fuerza.

Quería verla y decirle que no se preocupase, que ella estaba allí, que permanecería junto a su lecho cogiéndole la mano con fuerza, que no la abandonaría nunca. Deseaba que le prometiese que no se iría sin ella, que no soltaría su mano para dejarla sola. Todo eso pensaba Carlota mientras sostenía nerviosamente el volante de su coche camino del hospital. Y todo esto alcanza a recordar ahora, mientras acurrucada al fondo de la Cueva levanta sus brazos a la altura de sus ojos y los ve en contraste con la claridad de la entrada.




Vuelve a abrazar su cuerpo acurrucado, y en su cabeza discurre, secuencia tras secuencia, momentos de su vida que, allí, arropados entre aquellas paredes de piedra fría y tersa, bajo la bóveda verdeada por el moho, la inundan completamente. Se abraza de nuevo el tronco y no lo hace para buscar su calor ni para sacarse una humedad que le sobrecoge todo el cuerpo, sino que se lo aprieta fuertemente –los brazos entrecruzados, las palmas de las manos sobre la espalda- porque quiere sentirse de nuevo; necesita recoger unos latidos que se le escaparon demasiado aprisa, volcados atropelladamente sobre el lecho blanco -¡blanco, blanco, siempre el insoportable blanco, todo blanco!- y doloroso de su amiga Ana, a su lado, junto a ella. Mas únicamente recoge el tibio y sordo recorrido de sus lágrimas resbalando sobre sus mejillas frías. Y sus lágrimas, al brotar, se redondean en el aire renegrido de la Cueva en un verde intenso y brillante, como helado, de dos ojos acostumbrados sin duda a aquella oscuridad de la que tantas veces han sufrido y que parece no ceder nunca.

Pero, a pesar de sus lágrimas, no solloza, eso quedó atrás; el sollozo queda para los momentos agitados de su camino hacia el hospital, cuando lo único que sabía era que Ana había tenido un accidente, y que la iban a operar o la estaban operando o algo así, porque no sabía exactamente lo que le había dicho su madre, y cuando había escuchado, retumbándole en los oídos, que su amiga estaba muy grave, que eso había dicho su hermano.

Entonces, cogiendo con fuerza el volante camino del hospital y descomponiendo el rostro en sollozos de dolor, iba pensando en su amiga y en que quería verla y decirle que no se preocupase, que ella estaba allí, que permanecería junto a su lecho cogiéndole la mano con fuerza, que lo la abandonaría nunca, y que deseaba que le prometiese que no se iría sin ella, que no soltaría su mano para dejarla sola, y que no podía romper la promesa que le había hecho al aceptar su carta, y en todo lo que hablaron aquella tarde antes de entregársela en confidencia.



IX

En el punto exacto que separa la luz de la oscuridad, murmullos apagados como prolongación de las últimas luces recogidas en el fondo de sus retinas. Requiebros de cuerpos acomodándose sobre butacas de brazos compartidos.

- "Billy no se atreverá, el sheriff está cerca"

Sus grandes ojos verdes, del color delicado de olivas vareadas antes de sazón, traspasados por una nube acuosa de dolor transparente, apenas conseguían contener las lágrimas. Era como si la luz recién perdida de la gran sala la atrajese para sí y la robase súbitamente de la otra luz de ficción que se abría ante sus ojos. Siempre había sido así.

Siempre había sido así. ¿Historias de otros tiempos? ¿O acaso de ahora? Por más que lo intentase, jamás lograba ahuyentar su pena y ahogar sus pensamientos refugiándose en la indiferencia, en el a mi qué me va en ello.

- "¡Date prisa Billy! ¡Vamos, coge todo el dinero y salta a los caballos!"

Quizá fuese un anciano con quién sabe qué historia arrastrada hacia el olvido; o quizá un joven cualquiera pagando con creces su juerga nocturna; o acaso alguno como aquel (¿estaría dentro o no?) que le hizo perder el sueño después de ver el macabro espectáculo de su coche envuelto en llamas. Daba igual, su dolor no entendía de edades, y sus ojos verdes menos.

No se acostumbraba. Siempre, por más que se resistiese, le asaltaba de improviso la misma pena de tragedias ajenas. Tanta era su congoja que acababa por inundarse en un llanto empalagoso, de corazón sensible y de lágrimas verdes, ante la sorpresa desconcertada de sus vecinos de butaca.

- "¡Maldito gringo! Si no te callas te meteré dos plomos en el pecho"

¿Por qué no conseguía hacer lo que todo el mundo: limitarse a disfrutar de la película sin pararse a pensar qué es lo que se escondía al otro lado de la pantalla? Murmullos. ¿Por qué había de derramar lágrimas por los muertos ajenos, que ni siquiera sabía si existían? Medias palabras. De lo único que estaba segura era de que sus lágrimas eran reales, de que la pena la consumía cada vez que imaginaba a los familiares doloridos velando el cadáver de su ser querido. Miradas turbias y esquivas de otros ojos.

- "Fueron los Nelly, sheriff"


- "Yo soy la resurrección y la vida, dice el Señor. Quien vive en Mi"

¡Notaba tan cercano ese dolor! Apenas a unos metros, tras la gran pantalla de imágenes coloreadas. Penumbra en la que nadan luces superpuestas, alumbrando tenuemente rostros inmóviles, fijos en la distancia. Hubiese bastado un pequeño orificio en el muro del fondo para contemplar las caras recorridas de angustia en torno al ataúd.

- "Venid en su ayuda, Santos de Dios"

Además, los tanatorios eran lugares tan impersonales, tan igualadores… Calor. Cuando ella muriese preferiría que la incinerasen. Calor difuso de luces enfocadas hacia su cuerpo. Así, por lo menos, no tendría que aguantar el trasiego de gentes llorando por su causa y repartiendo pésames ante su presencia amortajada. Sudor frío. Así, ella no sería la causa de que alguien llorase en un cine imaginando lo que sucedería más allá de la pantalla. Aunque, quizá, eso sólo le sucediese a ella. Dolor. Cansancio de postura mantenida, de reposar inmóvil.

- "Libra, Señor, su alma"

- "Y llegue a Ti nuestro clamor"

Quizá… eso… sólo le sucediese a ella… Agobio de ropajes ceñidos y de ambiente cargado. La gente iba al cine a divertirse, a olvidarse de sus problemas. Pero… ella también; y, sin embargo, no podía evitar que su pensamiento volase por la sala y acabase traspasando la pantalla. Fragancia de perfumes, suave fragancia de flores cortadas.

- "No la abandones en manos del enemigo" "Yo soy la resurrección y la vida"


A ella qué le importaba lo que los demás pensasen. Le bastaba con saber lo que pensaba ella, lo que sentía. Manos entrecruzadas. Llorar no era algo de lo que avergonzarse. Si ella era así, si tenía un corazón sensible ¿Por qué había de esconderlo? Besos compungidos. Entereza, firmeza de ánimo, resignación ante la adversidad, qué eran sino frases recurrentes y huecas con las que enmascarar corazones demasiado acostumbrados a contemplar el dolor ajeno. Leve movimiento de cuerpos entre otros cuerpos y butacas, inseguros, tímidos, cohibidos, molestos quizá. ¿Por qué no demostrar el dolor y las penas ante los demás? ¿Por qué disimularlo? Miradas clavándose en su cara, entre una penumbra que los viste de luto.

- "Concédele, Señor, el descanso eterno"


- "Amén"

La fugaz lucecita de la vela cruza junto a ella y la saca de su último paseo por la Cueva. Apaga sus sollozos en un arrebato de pudor, reprimiendo las lágrimas, imperceptibles para los que la rodean, que le recorren sus decoloradas mejillas. Carraspea sordamente varias veces para persuadir a los que la rodean de que sus sollozos inmóviles no son más que toses y respiración profunda de los más próximos a ella. Disimulos de cuando ella lloraba en el cine imaginando lo que sucedía al otro lado de la pantalla.

Imágenes. Recuerdos. Manos acostumbradas a enterrar suspiros. Golpeteo de madera sobre madera. Oscuridad total. Quejidos de cerrojos sobre cerrojos resbalando sobre sus goznes. Lagrimas verdes, del color agostado de olivas que han perdido prematuramente su punto de sazón; ahora, aquí, al otro lado de la pantalla. Suave bamboleo de su cuerpo alzado.

FIN



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2 comentarios:

superfungi dijo...

Romano, simplemente me has dejado sin palabras. Hay que ver la cantidad de vida, la cantidad de sentimientos, los innumerables recuerdos que se van acumulando en la memoria a lo largo de nuestra existencia. Que cantidad de sensaciones nos afloran en tantos momentos que guardamos para nuestra intimidad. Alegría, tristeza, amor, rabia, desesperación, triunfo, fracaso, impotencia.........
Esta bien encontrarse uno con sigo mismo, de vez en cuando.Creo que nos ayuda en el camino.
Lo leeré más despacio una tercera y probablemente alguna que otra vez más..........

Un abrazo.

elúltimodlafila dijo...

Felicidades, Romano!
Tienes razón cuando dices que no es fácil de leer, o de entender".
La primera lectura es ansiosa, buscando la respuesta, infructuosa, al menos para mí, lo tengo que reconocer, a los interrogantes que se van abriendo.
La segunda, totalmente necesaria, aclara muchos puntos, pero aún quedan algunas oscuridades...
habrá que releerlo otra vez,como dice superfungi más arriba, pero será en otro rato.
Felicidades, Romano, y Gracias!