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Papelillos a la mar         Papelillos a la mar

                Por Alfonso Arizcun

martes, 2 de junio de 2009

De la vida buena o el sargento Pérez

Pérez se despertó resacoso, con la mirada turbia y la boca pastosa. Estaba cansado. La noche pasada había vuelto a despacharse a gusto, en un ritual repetido casi a diario. Todo su pensamiento se concentraba en un buen chorro de agua fresca con el que remojar su lengua traposa, áspera y maloliente.

Se incorporó perezosamente y quedó sentado sobre la cama, con los ojos cerrados. Realmente se encontraba aturdido. Trató de recordar sus pasos nocturnos sin conseguirlo. Lo único que tenía claro era que necesitaba beber un buen trago de agua. Se ladeó hacia la izquierda y palpó el borde del colchón, mientras que con la otra mano se deshacía de la manta arrinconándola contra el pie de la cama. Deslizó su cuerpo hacia afuera y quiso apoyarse en su pierna izquierda... Antes de poder rectificar, el peso de su barriga le venció. De nuevo, sus correrías nocturnas le volvían a jugar una mala pasada: entre el aturdimiento y las ansias por enjuagarse la boca había vuelto a caer en el error de incorporarse hacia el lado izquierdo, hacia su no-pierna, o su pata, como él prefería llamarla.


* * * * * *


El sargento Pérez era hombre cincuentón, de figura achatada a lo largo y generosa a lo ancho. A él le gustaba definirse como "rechonchón" ante sus amigos, riéndose y haciendo alarde de su enorme barriga. Se jactaba de ella y decía que la había educado a base de vino, buena comida, mucho barco -al llegar a este punto siempre soltaba una sonora carcajada que hacía temblar sus voluminosos mofletes mientras se atusaba el poblado bigote, enarcado hasta la barbilla- y desayunándose cada día a algún recluta despistado que se le cruzaba entre ceja y ceja. 'A estos inútiles -decía-, lo mejor es darles caña desde el principio. Que sepan desde el primer días que aquí no nos andamos con contemplaciones. Que parecen niñas. Que ya es hora de que se desteten de sus madres. Que aquí hay que echarle un par de... '.

Sus primeros pasos en la tierra se confundían con las faenas de la mar. Había trazado sus primeros palotes contemplando la figura encorvada de su madre, sumergida en el mar hasta la cintura durante horas enteras, tentando rocas, acometiendo el duro trabajo de mariscar. Cuando ella salía del agua, a su mente infantil se le hacía que las manos de su madre, arrugadas y ásperas por el largo contacto con el agua, se transformaban en rocas de tanto palpar éstas. Soltaba el lápiz, corría hasta ella y se las cogía mimoso, apretándolas contra las suyas, queriendo preservarlas del azote del salitre, persuadido sin duda de que al roce con las suyas, suaves, calientes, incólumes, volverían a ser las mismas manos cariñosas que en las frías anochecidas le acariciaban junto al hogar, esperando la imprevisible llegada del padre. 'Mamita. ¿duelen? -le preguntaba mientras se las escondía contra su regazo-. Mamita, ¿verdad que no dejarás que se hagan rocas?'. La madre le dejaba hacer sonriéndole con dulzura y negando con la cabeza.

Su padre, pescador de altura, le había iniciado en el oficio marinero. Durante los pocos días del año en los que el padre dejaba de faenar en altura, aprovechaba para acostumbrar a su hijo en el trato con la mar. Antes de trazar la "ñ" ya le había acompañado a bogar. Cuando garabateaba la "z" había aprendido a pescar a curricán, apenas sin fuerzas para sujetar el sedal cuando notaba el tirón inesperado del pez. Cuando la tabla del cinco comenzó a familiarizarse más en serio con el oficio: reparar las artes, aparejar el barco, distinguir los vientos. Ya cuando la del nueve, le enseñó a gobernar con el timón resistiendo los embates de mar. Al cumplir los catorce, faenó junto a los hombres, en altura.

El primer año su partida se la imaginó como una aventura, el segundo como un deber, el tercero como una necesidad, el cuarto... El cuarto no partió.


* * * * * *


Quedó tendido en el suelo, boca abajo, con la barriga sosteniendo su peso. Parecía la parodia de un payaso que, tumbado en el suelo, mueve brazos y piernas en ademán de nadar; o la de un niño al que le sujetan por la cintura para que dé sus primeros chapoteos de brazada a la orilla de la playa.

Pérez soltó unos tacos y entre juramentos se olvidó de su sed.

-¡Esta maldita pata! -exclamó-. ¡Cabo! ¡¡Caaabo!!

El cabo cuartelero hablaba con los reclutas que montaban la guardia a la entrada del sollado. Había oído perfectamente los gritos del sargento, pero no se dio por enterado; estaba acostumbrado a sus berridos, y si algo había aprendido durante su estancia en el cuartel era a tomarse la vida con calma, a no mover un brazo si no era estrictamente necesario, a escaquearse en definitiva. Ni se inmutó.

-¿Dónde puñetas está éste? ¡¡Caaabo!! ¡Mierda de pata! ¡Ca-bo!

El cabo sabía que a la segunda llamada había que acudir. Con la primera se podía hacer el remolón, pero si se producía la segunda significaba que ocurría algo importante y que si no acudía podría caerle un arresto. 'Maldita la gracia que le haría un arresto -pensó-. Ahora que acababa de conseguir un permiso...'. De inmediato, corrió hacia la camareta del sargento y se plantó ante él con el aliento exageradamente sofocado, pretendiendo dar sensación de diligencia.

-¡A la orden, mi sargento! -saludó con voz entrecortada.

Pérez ya había logrado estabilizar su barriga en la posición habitual y le esperaba sentado al borde de la cama.

-¡¿Dónde coño te metes?! ¡¿Tengo que llamarte diez veces o qué?! ¡Coño!

-Perdone, mi sargento -dijo, y se excusó-: Es que estos reclutas son inútiles, no entienden nada, y...

-¡Me importan un carajo los reclutas! -le interrumpió-. ¡cuando te llame vienes en un segundo, ¿entiendes?! ¡Pierdes el culo y vienes! ¡Aunque sea en pelotas, ¿entiendes?!

-Sí, mi sargento.

¡Ya estoy harto de tanta gilillop... gilipollez! -se le trastabillaba la lengua, pastosa-. ¿Que aquí el único que trabaja siempre es el mismo, y ya estoy harto de ser el único que hace algo..., pero ya me van a oír a mi esos... !

Pérez, en calzoncillos, sentado al borde de la cama, con la barriga colgando y su espeso bigote, parecía más que nunca una morsa. Tenía un aspecto ridículo, pero el cabo no estaba en situación de ser jocoso. Algunas veces habían bromeado entre ellos, e incluso el mismo Pérez le había contado el chiste que solía referir a sus amigos acerca de su generosa barriga. Eso era sobre todo cuando bebían. Entonces, Pérez se olvidaba de su grado y el cabo se permitía darle alguna que otra palmadita en la espalda como muestra de camaradería. Ahora era distinto: 'Algo importante debía de suceder para que el sargento le hubiese reconvenido de aquella manera', pensó.

-Bueno... -zanjó Pérez la cuestión-. Acércame la pata.

-Sí, sí, mi sargento, enseguida.

El cabo dio dos pasos y cogió la pata de palo de la taquilla. Se la alargó a Pérez y esperó a que éste le transmitiese las órdenes pertinentes, urgentes, sin duda, que debería cumplir sin demora.

-¿A qué espera, cabo? Joé, ¿qué quiere, ver cómo me visto?

-Perdone, mi sargento. ¿Manda alguna cosa más? -preguntó el cabo aturdido.

-No, no. Anda, ve y cuídate de los reclutas, que esos me van a oír...

El cabo salió, y Pérez continuó mascullando juramentos. De nuevo sintió el sabor amargo de su boca reseca y se le vino la imagen de un chorro de agua fresca. La cabeza comenzaba a dolerle. 'Cómo no iba a dolerle -pensó-. Si estaba rodeado de niñatos inútiles. Si todo había que enseñárselo. Si siempre era él quien tenía que sacar las castañas del fuego y andar templando gaitas. Si cada día los mandaban más tontos. Y, claro, luego era él quien acababa por hacerlo todo. Si... ' A medida que avanzaba en sus razonamientos iba encendiéndosele la cara de ira.

-Pero a éstos... ya les voy a enseñar yo -masculló-. Se van a enterar. ¡Toma que si se van a enterar!

Cada día le costaba más ajustarse la pata al muñón, pues a sus brazos cortos les resultaba difícil sortear el voluminoso obstáculo de su barriga. Era inútil tratar de encogerla; el colgajo de carne y grasa ya no respondía a sus esfuerzos y hacía mucho tiempo que había desistido de ello. Sin embargo, había adquirido una rara habilidad para afirmársela con una sola mano: contenía la respiración durante unos instantes, abarcaba la zona izquierda del abdomen con el brazo derecho, aprisionándola hacia adetro y desplazándolo a la derecha, y con la mano izquierda, libre de obstáculos, manipulaba en el muñón con cierta presteza. Luego, liberaba a la tripa de su opresor dejándola a su libre esparcimiento y soltaba un desaforado ¡uf! de alivio.


* * * * * *


Él estaba hecho a la mar, era lo único que había conocido. No concebía su vida sin el constante sonido de las olas rompiendo contra el pequeño espigón del puerto o contra la proa del buque. Añoraba el vaivén continuo del barco escorándose hacia estribor y babor, mecido por la mar, como arrullado por una madre que se le hacía lejana. Incluso extrañaba a su modo las noches de tormenta y los días de calima, en los que más que nunca se deseaba estar amarrado a puerto.

Estaba hecho a la mar, pero no a esa mar. Era una vida demasiado sacrificada y poco agradecida. No era ventajosa.

Al cumplir los diecisiete abandonó el pueblo y se enroló como voluntario en la Armada. 'La Armada -pensó-. Sonaba bien. La Armada. Allí sería alguien. Trabajaría como el que más y pronto sería alguien. Pronto sería cabo, luego sargento, después brigada, luego... '. Ya se imaginaba entrando a puerto con su flamante uniforme de almirante, mostrando orgulloso los entorchados sobre la bocamanga y luciendo sobre el pecho todas sus condecoraciones.


* * * * * *


Bebió y bebió hasta que notó que la boca se le reblandecía y el cuerpo se le asentaba. Tenía una fórmula, perfeccionada con los años, para probarse a sí mismo y constatar su recuperación matutina: cuando era capaz de pronunciar varias veces seguidas "palmípedo" sin trabucarse sabía que ya no necesitaba más agua. Al principio, cuando inventó ese truco, escogió la palabra "abracadabra", pero al ser ascendido a sargento adoptó el otro término, pues le parecía más acorde con su estatus y grado, más serio.

-Palmípedo, palmípedo, palmípedo, palmípedo -pronunció con seguridad.

Consideró resuelto su primer deber del día. Tan sólo le quedaba por solventar un asunto antes de adentrarse en sus faenas cotidianas. Con el andar ligeramente trastocado y un aire quejumbroso, se dirigió hacia la entrada del sollado.



Todos los reclutas habían aprendido a percibir la presencia del sargento desde la lejanía, sin necesidad de verlo para saber de sus movimientos. Bastaba con mantener el oído atento y reconocer el golpeteo inconfundible de su pata de palo contra el suelo. Producía un sonido hueco, acompasado, de doble tiempo. A menudo se gastaban bromas entre ellos: alguno, escondido, golpeaba las baldosas con el palo de una escoba imitando los pasos del sargento; pero pocas veces se conseguía el engaño. Sin embargo, por si acaso, dada la mala reputación que había adquirido entre la tropa debido a su agrio carácter, todos los cuarteleros se mantenían alerta ante un golpeteo parecido al de su pata, y preferían quedar por burlados antes que ofrecer cualquier mínima concesión al error.

A Pérez todo esto le gustaba. Lo sabía y le gustaba. Le producía una gran satisfacción interior el saberse temido por la tropa. Se envanecía y se jactaba ante sus amigos de la gran turbación que imponía con su sola presencia. 'Hay que mantener la autoridad, ¡coño! Sin autoridad no hay disciplina, y si no hay disciplina esto se va al carajo. Que les das la mano y se toman el brazo, ¡coño!'.

Sólo en una ocasión cedió a la tentación de amortiguar el golpeteo de su pata. Fue una noche, cerrada, en la que Pérez llegó al cuartel después de trajinarse unas copas. Había tenido una fuerte discursión con el dueño de un garito de poca monta, que le había despachado con cajas destempladas, y volvía enrabietado. Quería desquitarse de algún modo, y se le ocurrió que podría hacerlo si sorprendía a algún centinela dormido o despistado. Se colocó un chicle masticado en la base de la pata; comprobó que apagaba el ruido. Avanzó con sigilo hacia el centinela, ocultándose por entre los salientes de la tapia que rodeaba el cuartel, amparándose en la oscuridad de la la noche y en las sombras. Apenas a diez metros de la garita de entrada, notó que le costaba caminar: no podía levantar son facilidad su pata. Dio dos pasos más, pero al tercero se desplomó. Al ruido, el centinela respondió con un ' ¡Santo y Seña!'. Pérez, abotargado de alcohol y maltrecho, fue incapaz de respondere adecuadamente, y sólo acertaba a gritar: '¡Que soy yo! ¡No me fastidies, que soy yo... ! ¡Soy el sargento Pérez! '. El centinela no fue capaz de descifrar sus gritos, aunque sí reconoció su voz, pero volvió a requerir el "Santo y Seña", como mandaban las ordenanzas, no fuese aquella una estratagema del sargento para tratar de arrestarle. Tras el tercer requerimiento sin una respuesta acertada disparó su Cetme al aire y, con el sonido del disparo, se formó un gran alboroto. Acudieron todos los del Puesto de Guardia con sus armas preparadas, y únicamente encontraron a Pérez, tumbado en el suelo, con los brazos en cruz, nervioso, clamando con voz gangosa por su vida y gritando: ' ¡Pamipeo! ¡Abacadaba! ' A partir de ese incidente se juró que nunca más volvería a intentar tal artimaña.



En un momento, se plantó ante la puerta abierta del sollado. Los reclutas cuarteleros, impecablemente apostados a uno y otro lado, aguardaban su llegada, delatada por el repiqueteo de su pata contra el suelo.

-¿Así es que vosotros sois, eh? -les preguntó con resabio.

-¡A la orden, mi sargento! -saludaron.

-¡Pues os vais a enterar! -exclamó-. ¡Ya estoy harto de vuestra tontería! ¡Que yo no soy vuestra mamá! ¡A ver si espabiláis, que ya es hora de que os destetéis! Pero esto lo arreglo yo... ¡Toma que si lo arreglo! ¡Cabo!

El cabo abandonó la partida de dados y acudió inmediatamente.

-¡A la orden, mi sargento!

-Éstos son, ¿no?

-Sí, mi sargento -respondió inseguro. como el que no tiene la conciencia tranquila.

-Ya os voy a arreglar yo -sentenció-. A éstos, dos días de arresto.

Los reclutas, que no entendían el motivo de su arresto, que quedaron perplejos. Ya estaban acostumbrados a las arbitriaredades del sargento, pero esta vez no sabían ni siquiera el motivo. A uno de ellos se le escapó:

-Nosotros..., mi sargento, pero si...

-¡Cáaallate! -le gritó Pérez, y se enfureció-: ¡Cuando te pregunte algo, hablas, pero ahora te callas!, ¡¿entiendes?! ¡¡Yo, a los chulos, me los paso por aquí!! -dijo mientras hacía un gesto obsceno-. ¡¡Encima chulo, coño!! ¡Pues te vas a enterar! ¡Cinco días! ¡Cabo, a éste cinco días! ¡Y ten cuidado con lo que haces porque yo, tu chulería, me la paso por aquí! -volvió a hacer el mismo gesto obsceno mientras se daba la vuelta para bajar las escaleras que comunicaban con el patio interior.


* * * * * *


El primer año le resultó duro, no tanto por el esfuerzo físico o mental como por el alejamiento de su pueblo y sus gentes. Extrañaba profundamente sus raíces, pero la sola idea de lucir algún día los galones de almirante le afirmaba cada vez más en su empeño.

Pronto le vino la decepción: supo que nunca llegaría a ser más allá de subteniente; y eso con mucha suerte y con no menos esfuerzo. Todo se le desmoronó. Sus sueños, en otro momento ambiciosos, se le antojaron ridículos. Sus ansias de grandeza se hundieron arrastradas por un ambiente enquistado en la rutina, falto de perspectivas más allá del puro resabio que imperaba entre sus compañeros. La ilusión por destacar se le trocó en desidia y hastío.

Tras el primer golpe, aprendió a acomodarse a su nueva situación. Bastaba con dejarse llevar. Era fácil y requería poco esfuerzo. Así es que comenzó a paladear sus ventajas. ' Al fin y al cabo -pensó-, él se había ido del pueblo buscando una vida más fácil y ventajosa ' Ése era todo su afán, despojado ya de sus primeras quimeras de idealismo adolescente.


* * * * * *


Se llegó hasta la cocina. Los reclutas, hacinados desde hacía horas en aquella pequeña nave, se movían, sudoroso, por entre perolas y frituras. Respiraban un aire viciado y pegajoso que traspasaba sus cabellos brillantes y rebotaba en sus cuerpos, impregnando las paredes de grasa y humo.

Pérez se paró ante la entrada. No acostumbraba a traspasar el umbral de la puerta, pues argüía que para él era peligroso, ya que la pata le resbalaba en aquel suelo grasiento. En realidad, había dejado de pisar el suelo de la cocina desde lo de la cucaracha.

Estaba rebajado de todo servicio que requiriese un esfuerzo físico no compatible con su condición de tullido. Por eso, su única ocupación era la de Suboficial de Cocina, tarea que le había sido asignada, excepcionalmente, a perpetuidad. Llevaba desempeñando este servicio desde que fue destinado al cuartel después del accidente.

Desde la puerta, contempló con desgana los movimientos de los reclutas. Al cabo de unos minutos, preguntó:

-¡Eh, tú! ¿Cuantos huevos estás friendo?

-Dos por cabeza, mi sargento. Es lo que pone en la Orden del Día.

-Tú calcula uno y medio. Luego siempre sobran... Que parecéis marquesas, coño. Se pone la comida y luego no os la tomáis. No habéis comido mejor en vuestra vida y a todo le hacéis ascos. Ya me gustaría ver a más de uno... lo que come en su casa. Y luego... hay que tirarlo todo. Tú pon uno y medio, que sobra, Y si luego faltase, ya veremos.

-Sí, mi sargento. A la orden.

-Que luego a todo le hacéis ascos. Joé, ni que comieseis langostinos en vuestras casas. Así es que, tú haz uno y medio... y ya veremos.

-Sí, mi sargento.

Los reclutas se miraron disimuladamente, reflejando en sus rostros un resabio de burla y resignación.

-Bueno... voy a resolver unas cosas y vuelvo. No os retraséis ¿eh? Que luego siempre tengo que andar... -rectificó con disimulo-: Que siempre voy con prisas al final.

Les dio la espalda y se alejó. Cruzó el pequeño patio interior que comunicaba los comedores con los sollados mirando desafiante a los dos reclutas a los que acababa de arrestar. Notó corrérsele las tripas y como un agujero profundo en el estómago. Al olor de la cocina su estómago se había despertado y le recordaba que no había desayunado. Sin necesidad de pensar, se encaminó hacia la cantina. ' Allí comería algo -se dijo-. Además, también él tenía derecho a descansar un poco '.


* * * * * *


Las jornadas en alta mar le habían transformado. Al contacto con la mar rememoraba sus años de adolescencia, ya lejanos. Sentía de nuevo la inmensidad del horizonte y el bamboleo del barco como algo propio e inigualable.

Al despuntar el alba, con los silbos de saludo a la bandera, se apostaba en cubierta dejando que la brisa salada acariciase su cara. ' Sí -pensaba-, esa vida le gustaba. Tenía las ventajas de la vida marinera. La otra, la de su padre, era demasiado esforzada -cerraba los ojos y se imaginaba a su padre faenando-. Esa no era la vida que él quería. Demasiado tiempo sin ver tierra; y los embates de mar..., y la inseguridad de la pesca..., y el dinero..., y el trabajo... '. Se encaraba frente al sol, que clareaba el horizonte inundándolo en una escalera de colores: del gris al azul, luego el rojo, después el amarillo. Y por fin el blanco, cuando no se le podía mirar de hito en hito porque deslumbraba a los ojos. Entonces lo miraba en sus galones, refulgentes, cosidos por las trabajadas manos de su madre. Y lloraba. La recordaba y lloraba, aunque no sacase lágrimas. La sentía tan lejana... ¡tan presente y tan lejana!


* * * * * *


Las migajas blancas se esparcían caprichosamente sobre su barriga abotargada. Titubeó y, al fin, vació las heces rojas de su vaso. Un hilillo de vino le resbalaba por la comisura de los labios y con la bocamanga se lo restregó. Se sintió bien. La cabeza había dejado de dolerle y tan sólo se ocupaba de la asignación diaria que el Oficial Administrador había calculado para el rancho de la tropa. Esbozó una sonrisa: 'Con dos meses más... ', pensó.

En tanto que Pérez se aplicaba a sus sumas mentales, dos suboficiales de brigadas entraron en la cantina. Comentaban contrariados la paliza que acababan de darse por culpa de la ineptitud que demostraban los reclutas en la instrucción. Cuando Pérez los vio traspasando el vano de la puerta hizo un ostensible ademán de levantarse, al tiempo que se sacudía la pechera.

-¡Hola Pérez!

-¡Hola! -saludó.

-¡Joé! -se quejó uno de ellos-. ¡Qué paliza llevamos, sargento! -y se sentaron ambos a su mesa-. ¿Qué, no te irás ahora?

Pérez se aparesuró a repetir el además de levantarse, y protestó:

-Sí. ¡Joé! Acabo de llegar... pero no me fío de esos. Tengo que ir a ver qué hacen, porque si uno no está encima... Y vosotros os quejáis, pero os vais a casa y hasta el otro día no se os ve el pelo. Pero yo... ¡coño!, aquí todo el día hasta que recogen la cena. Y con lo inútiles que son... Si casi no he tenido tiempo ni de probar un vaso. Todo el día pringao, ¡coño!

Esperó a que le insistiesen y al fin concedió:

-Bueno,pero sólo un momento, ¡eh? No me fio nada de esos.

Y comenzó a soltar su cantinela:

-Que parecen tontos. Que ya es hora de que se desteten. Que no saben hacer nada. Que siempre tiene que ser uno el que lo haga todo. Que...

La conversación se prolongó durante más de una hora. Los otros dos se marcharon, y Pérez conversó con su último vaso de vino.


* * * * * *


Un cañonazo retumbó en el cielo. Golpeó contra las nubes y rebotó en la mar, estremeciéndola y agitándola. Penetró macabramente a través de sus oídos, helándole las entrañas. Se perdió rojo de sangre.

La masa informe de carne desparramada sobre cubierta salpicaba los rincones. Un reguero caliente sorteaba obstáculos buscando su cauce, recorría el casco resbalando a popa y, en su desembocadura, teñía el azul de un rojo negruzco.

La madre leyó angustiada: "Lamentamos comunicarle que un infortunado accidente..."

Al cabo de los meses le llegó una carta al hospital: "...por ello, y por su gran valor, nos es grato comunicarle que, atendiendo a su petición y habiendo tenido en cuenta los informes favorables de sus superiores, excepcionalmente, se le permite continuar en activo, con ascenso al grado de sargento, en la fecha y destino que, a partir de su publicación en el B.O.D. ..."


* * * * * *


Había permanecido de pie un largo rato, vigilando los movimientos de los reclutas, atento a cualquier muestra de indisciplina o de araganería. Uno más había caído... y para tres días. Afortunadamente, se encontró con su cama, blanda y caliente, dispuesta a recompensarle por su trabajo. Se tumbó vestido. Ni siquiera se desató la pata. Al principio se la quitaba, pero, con el tiempo, juzgó que no valía la pena. 'La siesta duraba tan poco... No compensaba luego tanto esfuerzo al colocársela '.

El cabo lo despertó en lo mejor de sus sueños. Erá un intrépido almirante, temido y respetado en los siete mares. Había adquirido tal fama que (como a todos los héroes) se le conocía con el glorioso sobrenombre de "El Cojo del Espanto". Desde el puente de mando daba órdenes -asombrosas por su astucia-, mientras dos ostentosas mulatas sostenían sus colgantes condecoraciones a modo de velo de novia.

Estaba tan enfrascado en el sueño que el cabo hubo de revolverse para esquivar los labios ardorosos del sargento, bañados en una espesa baba.

Se incorporó enojado, con la desazón agria de una ilusión cercenada de cuajo. ' Y encima, ahora, a soportar ese olor, esa grasa, a esos niñatos -pensó-; un escalofrío le recorrió los huesos-: ¡Puaf! Espero no ver ninguna '.

Descendió desganadamente las escaleras del sollado y llegó hasta la cocina. Desde la entrada, escudriñó por entre botas y aceite y no vio ninguna. Se sintió aliviado.

-¡Tú!, calcula tres croquetas por barba. Que luego siempre...


* * * * * *


Los días se le hacían interminables. Su reclusión en el pueblo duraba ya demasiado. Él, que había navegado a través del mundo, que había aprendido a distinguir los matices propios de cada mar, que conocía los recretos recovecos de cada costa; él, ahora se encontraba varado en puerto, como una chalupa vieja, inservible ya para la mar. Le costó hacerse a la idea de nunca más sentiría la fresca acometida del viento salado oreando su cara, ni el vaivén cansino del buque arrullando su sueño. Le entristecía sobremanera el saber que no podría contemplar cada mañana los cambiantes colores con los que el sol plasmaba el horizonte, singulares y distintos a los de un amanecer desde tierra.

Lo único que le sacaba de la monotonía, pero que al mismo tiempo le entristecía y humillaba, eran sus paseos diarios por el muelle. Lo recorría de punta a punta, en parte para ejercitarse en el uso de su nuevo adminículo y también impulsado por una fuerte añoranza de mar. Cuando llegaba al dique, donde los barcos se erguían estribados sobre carros y cuñas, dispuestos para su carenaje, los miraba pensativo, creyendo ver en ellos a su propia figura.

Aquella mañana el sol discurría lentamente hacia su mediodía, y con él algunos barcos regresaban a puerto después de faenar toda la noche. Los contempló en la distancia, como manchas sacadas repentinamente a golpe de ola. Caminaba despacio, como cualquier mañana, aspirando serenamente la fragancia de algas y de arena mojada. De pronto, una voz le hizo detenerse: corriendo tras sus pasos avanzaba sonriente mostrándole una carta.


* * * * * *


Su figura renqueante apareció en el patio. En sus tumbos se revolvía como una peonza: apoyaba la pata como el pincho de un compás y, al tambaleo, el pie derecho resbalaba inseguro sobre la tierra, dejando a su paso un camino disparatado marcado por medias circunferencias, casi perfectas.

Logró agarrar la barandilla al pie de las escaleras y muy dignamente (pues los reclutas que montaban la guardia de noche a la puesta del sollado seguían sus movimientos) las escaló, ayudándose de brazos y manos.

Para llegar hasta su camareta debía atravesar el sollado donde dormía una de las brigadas de reclutas. A pesar de su penoso estado (o quizá por él), mientras cruzaba por entre las literas apiñadas recordó sus ilusiones adolescentes, su idealismo de juventud, su carrera frustrada, y, en su cabeza confusa, mezcló realidad y sueños, rencor y grandeza, y se descubrió siendo El Cojo del Espanto. Rojo de ira, encendió la luz y, a gritos, casi indescifrables, despertó a los reclutas: les daba un minuto para que perfectamente uniformados se apostasen en el patio, en formación impecable.

Desde lo alto de las escaleras contempló con mirada turbia a la formación soñolienta y legañosa. Y, sujetándose a la barandilla como a una tabla un náufrago, comenzó su cantinela:

-Que ya estoy harto de vosotros. Que parecéis niñas. Que ya es hora de que os destetéis. Que yo no soy vuestra mamá. Que simpre soy yo quien tiene que hacerlo todo. Que os vais a enterar. Que...

Los reclutas soportaron los sonidos guturales sin lograr entenderlos, aunque el que más y el que menos se imaginó lo que decía.

El desplome del sargento finalizó la "teórica". A cuatro patas (o a tres, según se mire) alcanzó su cama. Tras arduos esfuerzos, consiguío desatarse la pata, la guardó en la taquilla y se desnudó. Los reclutas, cansados, entre conversaciones indignadas y gestos de impotencia, volvieron a sus literas.

Al fin, se hizo la calma. La luna se colaba apaciblemente por los ventanales, envolviendo al sollado en una suave penumbra. El silencio de la noche se cargaba, apenas interrumpido por una tos intermitente o algún ronquido osbtinado, o por el leve roce de un cuerpo arrebujándose entre las mantas.

Una sombra se deslizó fugazmente por entre literas y taquillas y alcanzó fugitiva la camareta del sargento. El silencio se quebró ligeramente durante unos instantes, aportando a la noche un sonido aserrado. De nuevo, la sobra apareció y se perdió en la penumbra.


* * * * * *


Volvió a experimentar la ilusión de lo apenas iniciado. Su trato era amable y cordial. Se afanaba con esmero en el servicio que debía realizar. El destino en el cuartel le había sacado de la monotonía y del ensimismamiento en el que durante su espera se había refugiado. Esa actitud le duró poco más de un año.

Ponto adquirió el resabio propio de un ambiente cerrado y anquilosado, aligual que en sus comienzos, cuando era un simple marinero sin ninguna graduación. Aprendió a aprovecharse de las ventajas del servicio, de su grado de sargento y también de la lástima y la benevolencia con la que sus mandos le miraban. Se movía por la cocina dando continuamente órdenes inútiles sobre cómo debía cocinarse esto o aquello, sobre cómo fregar mejor las perolas, sobre cómo servir las bandejas... Hasta que un día, en su andar nervioso por la cocina, oyó un chasquido apagado a sus pies. Miró hacia abajo y comprobó con asco cómo una enorme cucaracha rubia había quedado aplastada por su pata. La levantó del suelo, pero la repugnante cucaracha había repartido sus tripas malolientes a lo largo de todo el palo y se resistía a despegarse de él moviendo agonizante sus patas. Le produjo tanto asco limpiarse de tales viscosidades que nunca más volvió a pisar la cocina.

Se hizo a la vida cómoda; tan cómoda que el aburrimiento se le comía. Deambulaba de aquí para allá sin saber a qué quedarse. En poco tiempo aprendió a matar el rato en la cantina, donde era fácil distaerse bebiendo. Al principio un par de copas, y sólo en el cuertel. Luego, también fuera.
Y, así, fue contagiándose del ambiente tirado y sórdido de tabernuchas y casas de medio pelo.

Tenía mal beber, y cuando lo hacía (en poco tiempo logró beber a todas horas) le afloraban agriamente todas sus frustraciones: su inalcanzable almirantazgo, su inutilidad para la mar, su desgraciada cojera. Mas encontró la forma de resarcirse de todas ellas, y no fue otra que la de afirmarse frente a sus inferiores, frente a los que no podían sino callar y soportarle.


* * * * * *


Aquella mañana el "palmípedo" preciso le costó más de lo habitual. Hubo de aguachinarse pero, a la postré, lo consiguó.

Recordó vagamente algo así como un sueño en el que, sobre una escalinata, peroraba a los reclutas reprochándoles su falta de disposición y su blandenguería. ' ¡Hasta cuando sueño... tengo que hacerlo con ellos, coño! -pensó-. Algún día voy a cansarme de tanto inútil, y entonces se van a enterar. ¡Si es como para reventar a cualquiera! Que parecen niñas. Que... '.

Caminaba entumecido, apoyándose cansinamente en las literas de los reclutas, hasta que alcanzó la puerta del sollado. Esa mañana estaba destemplado, tanta agua le había descompuesto el cuerpo y no conseguía aclarar sus ideas. Sentía tal aspereza en la boca que ni siquiera tenía ganas de revisar a los reclutas que montaban guardia junto a la puerta, y mucho menos de dirigirles la palabra. Ahorrándose el saludo, se dispuso a bajar las escaleras.

Descendía torpemente, sin querer apoyarse enla barandilla por no dejar constancia ante los reclutas de su andar resacoso. Notaba el muñón envarado, más inseguro que otras mañanas. 'Con un buen desayuno y un trago de vino -pensó-, se me arreglará.

Cantinuó bajando, mientras a cada escalón la pata respondía con su inconfundible sonido hueco, aunque esa mañana desafinado. Hacia mitad de escalera, fue coguendo confianza y resolvió que la bajaría como siempre: un escalón con el pie y el siguiente con la pata. ' Al fin y al cabo -pensó-, la había andado cientos de veces, y en peores condiciones '. Del apoyo de la pata salía algo trastabillado, pero ya no podía rectificar; los reclutas se hubiesen dado cuenta de su inseguridad y eso le habría delatado.

Y al desgaire de sus pasos se le quebró la pata. Rodó pesadamente por las escaleras y quedó tendido en el patio, con los ojos abiertos, inmóviles.

Los reclutas no pudieron evitar esbozar una sonrisa, que en la cara de Pérez era una mueca.


FIN

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