La voz agitada de la pequeña se perdía apenas sin alcanzar a perturbar la quietud adormecida de la gran sala. Sus manos infantiles se fundían en la penumbra, queriendo transmitirse a través de ellas una esperanza repetida cada año.
-¿Vendrán?
-¡Tienen que venir! -repitió la pequeña.
La pequeña abandonó su mirada en la robusta puerta de acero que esperaba anclada al fondo de la verja, hasta que la niebla, cada vez más espesa, la ocultó totalmente. Se acercó al cristal, queriendo ganar con la distancia la visión perdida. Su Aliento se condensaba en la fría nitidez de la ventana, formando un círculo denso que salpicaba la cara del cristal opuesta a la de la sala y que permanecía en contacto con el aire frío del jardín. Atrajo a su hermano hacia ella y le susurró al oído. El niño la miró a los ojos y dibujo en su rostro una sonrisa de complacencia, tan sólo vencida por el sonoro tañido sobre sus cabezas. Once toques certeros disolvieron el silencio del viejo caserón, hasta que el último se apagó lentamente en la oscuridad de la torre.
-Hay que prepararlo -indicó a su hermano-; ya no pueden tardar.
Bajo la lámpara de araña suspendida a varios metros del techo, una larga mesa ovalada se caldeaba junto a la gran chimenea. Frente a cada una de las cuatro sillas, la opacidad de los platos contrastaba con la limpia transparencia de las copas que filtraban el nervioso zigzagueo de las llamas, dejando en la blancura del mantel apenas suaves contornos de sus sombras.
El niño soltó la mano de la pequeña y avanzó hacia la chimenea. Su sombra crecía sobre el suelo hasta alcanzar con negrura difuminada la pared del fondo, dejando a la habitación en una penumbra amarilla. Azuzó las brasas y se calentó la mano, aguardando a que su hermana regresase con le viejo candelabro.
Enseguida apareció al fondo, sacando en sus pisadas un suave crujido de maderas humedecidas, sopesando livianamente el bruñido candelabro de cuatro brazos. El niño se encaramó a una silla y desde allí lo alzó, colocándolo sobre la mesa. Se recostó en ella y lo empujó sobre el mantel hasta situarlo en el centro mismo, bajo la gran lámpara. La pequeña le alargó una tea humeante y le susurró, de puntillas, al oído. El niño fue encendiendo lentamente cada una de las cuatro velas, posando largo rato su mirada en cada llama encendida y acompañando su gesto hierático con un leve y pausado movimiento de labios.
-Ahora seguro que sí -afirmó la pequeña.
Él enderezó las cuatro velas, evitando que la cera derretida cayese gota a gota sobre el mantel, frente a cada uno de los platos. El humo, húmedo, ascendía ensortijando los brazos de la lámpara y recorriéndola toda hasta la gruesa cadena que la sostenía al techo. Después se perdía disolviéndose en la negrura de la sala e impregnando el aire de un olor penetrante que les hacía respirar profundamente.
Descendió de la mesa atrayendo a sus ojos los brillos peremnes de los de la pequeña. Ella le cogió de la mano y se apostaron frente a la chimenea, persiguiendo con sus ojos el rebullir agitado de unas llamas que parecían querer escapar a su presencia. El niño comenzó a sentir un frío húmedo que le recorría el brazo y le ganaba todo el cuerpo. Soltó la mano de su hermana y retrocedió, hasta que logró ampararse en el ambiente caldeado de la habitación, lejos de ella. La pequeña separó los labios y aspiró el calor desprendido de las llamas, buscó a su hermano, perdido en la penumbra del otro extremo de la sala, y corrió hacia él haciendo crujir en su carrera el viejo maderaje humedecido a sus pies. Le sonrió y, sin hablarle, le besó en la frente. Un beso tibio que al instante se le quedó helado.
Las llamas abrazaban los troncos con crepitante monotonía, sosegadamente, conduciendo de nuevo su tiro hacia lo alto. El niño se acercó al cristal empañado y abrió un pequeño cículo con su mano. Trató de distinguir algo más que su propia cara reflejada en el cristal. Entornó los ojos escudriñando vanamente hacia uno y otro lado. La niebla lo envolvía todo; una niebla densa y plomiza a la que sólo detenía de su empuje el cristal. Persistió en su intento, deseando adivinar siquiera algún suave contorno entre la espesura. Sólo niebla. Volvió la cabeza y dirigió una mirada suplicante hacia su hermana.
-Vendrán -aseguró la pequeña-. Tienen que venir.
Doce campanadas turbaron nuevamente la quietud silenciosa de la casa, como quejidos helados golpeando insistentemente sobre la cuajada humedad del jardín. A cada tañido la ventana trepidaba con sonido de eco, aplastándose con la niebla contra la impermeable rigidez del cristal, como forzando su empuje ante la única barrera que impedía su entrada. La pequeña se acercó a su hermano y espió por el pequeño círculo en el cristal hacia la impenetrable densidad de la noche. Entonces, el ventanillo transparente abierto por el niño perdió rápidamente sus límites redondeados, extendiendo su nitidez hacia abajo y dibujando en un instante los contornos difusos de la figura delgada de la pequeña. El niño sintió frío, un frío intenso que estremeció su menudo cuerpo. Miró a su hermana: su piel blanca, más blanca que nunca, como de nieve recién caída; sus ojos grandes, recogiendo en sus brillos el resplandor agitado de las llamas; su pelo negro y lacio, recortándose en contraste sobre sus mejillas. Un rechinar de moho y de óxido alteró su mirada. El frío helado comenzaba a entumecerle, hasta casi paralizarle.
-¡Ya vienen! -le gritó sonriente la pequeña.
Luego, le susurró brevemente al oído y le condujo de la mano hasta la mesa. El niño se subió a una silla, de espaldas a la chimenea, frente a la gran silla que presidía la mesa, y se sentó; al tiempo que la pequeña avanzaba de nuevo hacia la ventana. Descorrió lo pestillos y la abrió totalmente. Después, fue a sentarse a la derecha de su hermano y atrajo su mirada, esperando.
Un leve aleteo de hojas revolvió el silencio imperturbable de la noche, agitadas por una brisa suave que, débilmente, iba disolviendo la quietud del jardín. La niebla penetraba en el aire adormecido de la casa. Se colaba pegada al techo, flotando en nubes compactas que lentamente giraban sobre sí mismas e iban ganando la claridad de la sala. El niño sintió cómo las llamas de la chimenea se apagaban a su espalda, pero no sintió frío. A medida que la niebla se le acercaba le abrazaba un calor agradable que le recorría todo el cuerpo, casi adormeciéndole. Acabó por llenar apaciblemente toda la estancia, sólo tenuemente alumbrada ya por las llamas de unas velas que lucían inmóviles, como congeladas.
Las siete campanadas en el reloj de la torre le sorprendieron recostado, encogidas sus piernas, acurrucado en un sueño placentero sobre la gran silla que presidía la mesa, como arrullado. Se incorporó y alcanzó los ojos brillantes de la pequeña, que le contemplaban aguardándole, sentada a su izquierda. Las velas, apagadas, resbalaban deshechas por cada uno de los cuatro brazos del viejo candelabro, hasta alcanzar el mantel. Y, en la chimenea, rebrotaban las llamas, envolviendo a la sala en un aire cálido.
La pequeña se levantó y le susurró al oído de nuevo. Luego, cogió su mano y le condujo frente a la ventana que daba al jardín. Permanecieron un largo rato observando la puerta entreabierta al fondo de la verja. Al niño le resbaló una lágrima de niño por su mejilla.
-¿Vendrán? -le pregunto a la pequeña.
Su hermana permanecía inmóvil con la mirada fija en la puerta del jardín.
-¿Vendrán el próximo año? -insistió impaciente.
-Tienen que venir -le respondió la pequeña.
-¿Y tú? ¿Vendrás? -volvió a preguntarle a su hermana.
-Sí. Yo vendré con ellos.
FIN
"...que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son."
Calderón de la Barca
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