Rondaba las esquinas impenitentemente al acecho de la gran sardina blanca que se escurriese de un bolso o del hombretón de perilla que caminase su sombra calva de hidalgo adinerado. A veces se paraba y gritaba un insulto furibundo hacia algún tranquilo romántico sentado en los bancos grises del amanecer. En no pocas ocasiones le había golpeado la pescadera dadivosa con el reluciente besugo de los indigentes; ese besugo que con rotunda maestría utilizaba como limosna de desheredados. Luego, preparaba la gran marmita de sus banquetes y cocía la ropa para su sopa de pescado, con algún tropiezo de ranas y lagartijas saladas que le prestaba el generoso alguacil del condado verde. Aquel que se bañaba en las aguas pantanosas del lago emponzoñado. Y así, entre pesquisas, pestes y pescaderas, rellenaba sus días monótonos de caimán taimado.
Como buen espadachín de acendrada estirpe, sabía defenderse de los malandrines ladrones de olores que a veces le asaltaban envueltos en sus capas negras como mamelucos acorazados, pues cuando éstos se acercaban con sus rubicundas narices para arrebatarle el delicioso olor a pescado golpeado, exhalaba en sus napias el olor concentrado de cartones con la firma de los grandes almacenes y huían despavoridos sin poder soportar el pestazo a saldos negativos y facturas atrasadas, como ya le había aleccionado en delicadas pláticas su naciente madre en los días finales de su luctuoso nacimiento.
Con falso matiz de solomillo famélico o equívoco guiño de nodriza escuálida sesteaba alambicado sobre el filo imposible de una uña de gigante, hasta alcanzar en sus sueños la portentosa hermosura de una nube de collares de ultramar, de perlas aterciopeladas con la imperiosa impostura de sus dientes negros, como el dragón justiciero en ademán de mamar. Contorneaba ideas, establecía pactos, resolvía enredos entre la princesa cautiva de oropeles blancos y el estrafalario carcelero de la calavera alzada. Al cabo, resbalaba soñoliento de sus viajes legañosos registrando en su diario las claves precisas para su nacimiento póstumo, cuando los ladrones de olores arrastraban sus narices tumefactas tropezando en los cuerpos reducidos de sus padres nacientes: deber de espadachín reputado, patriarca de acendrada estirpe velando en sucesión de tribu por sus ancianos hijos, redomado recapitulador de sueños que eran noches, de noches que eran días, de días que eran noches y de noches que eran sueños. Testigo accidental de profecías cumplidas, pregonaba su ciencia por los cuatro costados ensartando sus voces en cadenas de viento que alcanzaban exhaustas las tumbas primerizas de los aún no empezados.
Tan sólo poseía dos preciados tesoros heredados de antaño: los sabios fingimientos de su tribu y la foto de sus padres (una gran foto en blanco en la que la hermosura retozada de su madre le sobrecogía por lo emocionado de sus sentimientos). Sabido era por todos que los fingimientos acrisolados en perenne sucesión estrambótica de posturas y andares constituían virtud de tribu, identidad palmaria de su ingenio preciosista, acostumbrado a devaneos prolongados frente a sus enemigos. ¿Acaso cabían más enemigos que los malandrines ladrones de olores? ¿Quién osara revolverse contra tribu apadrinada por tan augusto espadachín pestilente y enhebrador de agujas?
Yo no, yo no, yo no.
Y si el lector ha llegado hasta aquí, da muestras claras de una virtud infinita, de una paciencia rayana en la ingenuidad o quizá de un curioso impenitente.
FIN
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