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Papelillos a la mar         Papelillos a la mar

                Por Alfonso Arizcun

miércoles, 13 de mayo de 2009

EL ESPEJO

Necesitaba creer en sí mismo, saber que todo lo que había hecho tenía algún sentido. ¡Qué difíciles se le hacían ahora las largas horas apostado frente a la ventana de su habitación, repasando con sus ojos el ir y venir de coches, personas, coches, personas… ! Como todos los días, escudriñó minuciosamente en sus recuerdos, ya un tanto deformados a causa de sus reiterados repasos. Hubiese deseado encontrar una salida, un resquicio de duda con el que poder maldecirse por haber actuado de esa manera. Sin embargo, como siempre, su conciencia vagaba por entre sus recuerdos y acababa por imponerse.

Echó un vistazo a su alrededor con la esperanza, continuamente renovada, de encontrar algo distinto en la que apagar sed, contenida durante lustros. Desde su moldeado sillón, que ya constituía un miembro más de su cuerpo, buscó con ansias todos los rincones del cuarto. Pero, una vez más, sus anhelos salían derrotados: la lámpara de pie, cuya luz, apagada por la gruesa pantalla amarilleada por los años, apenas si iluminaba un pequeño círculo en el techo; la pequeña mesa-escritorio, donde reposaba aburrido el libro que tantas veces había ojeado y nunca leído y del que se sabía de memoria todos los pies de cada uno de los grabados; la cama, compañera irremediable de sus lágrimas, agostadas desde hacía tiempo; ¡y el espejo! Sobre todo el espejo. El espejo era su amigo más fiel, amargo pero sincero, inseparable. Con la cabeza recostada en una oreja del sillón pasaba largas horas contemplándose, recreándose en las facciones ajadas de su cara, mientras oía el tic-tac implacable, monótono, del reloj; aquel reloj de pared que sacaba sonidos certeros, graves. Cada minuto era una arruga en su cara, cada segundo un lamento contenido.

Desde su invalidez había recordado, llorado, amado, anhelado… Quizá es por ello que el reloj le brindaba su única escapatoria, su forma de sentirse útil y evadirse de las mismas cuatro paredes agobiantes, casi claustrofóbicas. Lázaro había hecho del reloj casi su único empeño, hasta el punto de crearse con él una gran ilusión: las personas de su barrio vivían y se movían gracias a su viejo reloj de pared.

La mayor parte del día lo dedicaba a observar por la ventana a la gente que iba y venía atareada en sus quehaceres rutinarios, casi miméticos. De pronto, el reloj: tan-tan-tan…y lázaro contaba mentalmente: (las nueve -pensaba-; ahora saldrá el hombrecillo de la cartera marrón). A los pocos segundos un hombre menudo con ademanes de prisa cruzaba la puerta del bar de enfrente, miraba el reloj y se limpiaba los labios de un café tomado apresuradamente. Tan-tan-tan... (las once -pensaba-; poco tardará el cartero en pulsar el timbre). Enseguida, se oía el ruido sofocado de un motor y el zumbido del timbre del piso de abajo, que anunciaba la llegada irremisible de la correspondencia. Había llegado a tal grado de exactitud en la relación de las campanadas del reloj y los movimientos de la gente que lo que en un principio contempló como teoría había pasado a constituirse en una absoluta convicción. De modo que estaba persuadido de que si alguna vez su reloj se hubiese estropeado todas esas personas hubiesen dejado se existir. Quizá es por ello que lo mantenía en perfecto estado y lo revisaba cada día con gran esmero, porque, de algún modo, se sentía responsable de sus vidas.

Resignado, con esa desazón que no por esperada es menos triste cuando algo se desea fervientemente y no se consigue, fijó sus ojos en el libro y extendió una mano para cogerlo. Sabía que nada nuevo encontraría en él, pero ese acto, como todos los anteriores, constituía para Lázaro todo una rito ya, formaba parte de su vida, al igual que el sillón formaba parte de su cuerpo. Junto a la ventana, comenzó a pasar hábilmente las hojas de dos en dos, con la seguridad del que ha manejado un libro cientos de veces y sabe lo que le interesa de él y lo que no. Su mirada fue haciéndose cada vez más imprecisa, casi borrosa. Trató una y otra vez de mantener su atención en una misma ilustración, luchando contra un sopor que le embargaba dulcemente. Los párpados le pesaban. Su mano trataba de mantener asido el libro con firmeza, con una firmeza renovada una, dos, tres… muchas, muchas veces. De nuevo el reloj: tan-tan-tan… pero ya no escuchó las últimas campanadas. Se volvió hacia el espejo y, en vez de ver reflejados en él aquella cara tantas veces estudiada, se sintió embargado por una suerte de olores y colores que le transportaron muy lejos de su oscuro cuarto.


Se turbó hasta los tuétanos. Aturdido, sin acertar a reaccionar, se frotó con fuerza los ojos, procurando hacer nítida la visión borrosa de sus retinas, invadidas repentinamente por la luz y el color. Movió nerviosamente su cabeza hacia uno y otro lado, intentando hallar una explicación, buscando algo que le resultase familiar y a lo que asirse con fuerza en esos momentos de turbación. Instintivamente, quiso abalanzarse sobre su cama, deseando esconder su cabeza bajo la almohada para evadirse de esa situación increíble, que se le hacía insoportable. Ni siquiera tuvo tiempo de sentir miedo cuando se encontró tumbado boca abajo, con la cabeza cubierta y protegida por sus vigorosos brazos, esperando a que sucediese algo intuido, aunque desconocido. Permaneció en esa posición un largo rato: el tiempo suficiente para volver en sí y encontrarse con sus sentidos. Percibió un olor penetrante a hierba mojada que le inundaba los pulmones. Su cuerpo fue relajándose, experimentando poco a poco un estado de inmensa placidez. Le pareció que flotaba echado sobre una mullida alfombra. Enseguida, retiró los brazos de su cabeza y palpó suavemente con ambas manos el suelo que le proporcionaba tan apacible estado, recreándose en ese momento, sin deseos de pensar en nada, nadando sobre el fresco manto que sustentaba su cuerpo. Sus ojos permanecieron cerrados, queriendo gozar cada segundo de aquella paz que antes jamás había sentido. Al fin, sus sentidos dejaron paso a la razón y comenzó a ser consciente de la incomprensible situación en la que se encontraba. Tras la paz llegó la duda, el temor, la angustia. Un escalofrío de miedo le recorrió los huesos. Sus párpados luchaban por mantenerse cerrados, sin querer hacer frente a lo que tras ellos pudiera suceder. Recogió sus brazos y colocó las manos sobre su cabeza, tratando de sentirse, deseando no creer que era él el que estaba allí sintiendo, oliendo, palpando, temiendo, oyendo ese silencio inquietante que se le clavaba en el cuerpo. Deslizó los dedos sobre su cara, reconociéndose en cada arruga, en cada rasgo de piel. <¡Sí, era él, era Lázaro!>

La incertidumbre le dio las fuerzas suficientes para abrir por fin los ojos, y se encontró tendido sobre una tupida y olorosa pradera alumbrada por un sol radiante, cegador, casi sobrenatural. Quedó absorto, anonadado ante el inquietante panorama que contemplaban sus ojos. Su primera reacción fue la de ponerse en pie de un salto, buscando protegerse de algo o de alguien misterioso. Volvió su cabeza nerviosamente y giró varias veces sobre sí mismo, guardando su espalda frente a cualquier temor desconocido. Notaba cómo la sangre le recorría todo el cuerpo, produciéndole un estado de excitación casi incontenible. Fue entonces cuando se dio cuenta: ¡SUS PIERNAS SE MOVÍAN! Por un instante las sintió enflaquecer y doblarse, en un debilitamiento repentino producido por la incredulidad y el asombro tras tantos años postrado sin poder moverlas. Sin embargo, ¡ahora las podía sentir!, ¡estaban sosteniendo su cuerpo!, ¡acababa de moverlas! Todavía incrédulo, tuvo miedo de despegar los pies del suelo. Temeroso de que, quizá, si intentaba moverlos, fuese a derrumbarse, disolviéndose así todo ese extraño suceso, le pesaban enormemente, los notaba como de plomo. Prefirió permanecer un largo rato inmóvil, sintiendo cómo sus piernas le sostenían, fundidas las plantas de sus pies con la hierba.

Poco a poco fue sobreponiéndose al miedo y, al fin, decidió intentarlo: alzó los brazos como sonámbulo para protegerse de una posible caída, apoyó todo el peso de su cuerpo sobre la pierna izquierda y comenzó a deslizar suavemente su pie derecho sobre la hierba. Luego el izquierdo. Notó que podía levantarlos sin perder el quilibrio. Ahora sí, ahora sentía sus piernas vigorosas, llenas de vida, ahora estaba seguro de su fortaleza.

Impulsado por el júbilo, se lanzó a una loca e incontenible carrera. Dio saltos y más saltos, hasta que cayó axhausto. Sus jadeos se entrecortaban mezclándose con la risa, casi histérica, que le brotaba por la dicha y la emoción que invadía su alma. ¡Qué lejos sintió en esos momentos aquellos días en los que su vida se limitaba a una existencia apenas bosquejada, disolviéndose entre cuatro paredes impregnadas por el hastío y la monotonía, inerte su cuerpo, incapaz de alcanzar más allá de sus recuerdos repasados con meditada insistencia!

Tardó varios minutos en recuperar el aliento. Minutos en los que la excitación y el cansancio le impidieron cualquier llamada a la razón, cualquier atisbo de comprensión o, tan siquiera, de duda.

Al fin, se incorporó nuevamente. Quiso encontrar una explicación a su alrededor, pero no vio más que su propia sombra dibujada sobre la inmensa planicie, alargada hacia un horizonte lejano, inquietante.

Comenzó a andar, tratando de alcanzar ese horizonte, con la esperanza de que más allá de lo que contemplaban sus ojos, quizá, encontrase una explicación. Caminaba con decisión, urgido por la incertidumbre, con la mirada fija en su meta... pero el horizonte siempre era el mismo, en una lejanía que parecía no acortarse. Apremió el paso impulsado por unas piernas que avanzaban como autómatas, con fuerza, con rapidez, como queriendo vengarse de todo el tiempo perdido sin poder moverse.

Mientras tanto, su cabeza procuraba extraer y ordenar los más nimios detalles de todo lo sucedido. Se acordó de su cuarto: la lámpara de pie, la pequeña mesa-escritorio, su cama, el reloj... <¡El reloj!>. Sintió un escalofrío. <¡¿Quién se ocuparía ahora de darle cuerda?! ¡No podía abandonar a tanta gente que dependía de sus exactitud para moverse, para ir su trabajo, a su casa, incluso... para existir!>. Pensó que necesitaba volver para cuidarlo. Este pensamiento le alentó a proseguir con paso decidido, a pesar del cansancio que iba apoderándose de sus piernas.

Al fondo, divisó una sombra. Algo así como un cuerpo erguido contrastado en su negrura sobre el cielo diáfano. Lo veía lejano, inmóvil, como paralizado por la presencia extraña que se le acercaba. Enseguida la decepción se apoderó sorpresivamente de todo su ser. Lo que había imaginado ser su salvación se presentó ante él en toda su realidad: tan sólo era un árbol. Un mísero árbol raquítico y desnudo, sin apenas sobra bajo la que cobijarse. Con la ilusión perdida, se llegó hasta el viejo y despoblado tronco con la intención de ampararse en su menguada sombra y, así, recobrarse de un largo y agitado camino.

Lo miró pensativo, con la rara sensación de haberlo descubierto antes, aunque entonces frondoso y regalando su sombra generosa bajo un sol tórrido. Rodeó el tronco y, de pronto, sus ojos se clavaron en él, reviviendo en un instante todo su pasado.

La reconoció al instante: grabada sobre su corteza reseca descubrió la inscripción que durante tantos años había evocado amorosamente en los días monótonos y grises de encierro en su pequeño cuarto. Luego, un grito angustiado repetía su nombre, como aquella tarde. Se apresuró sin pensarlo a perseguir a esa voz desgarrada que le pedía ayuda. Su propio nombre, secundado insistentemente por un eco nervioso que le taladraba los oídos, lo escuchaba cada vez más cerca. Corrió, reconociendo cada brizna de hierba, cada palmo de terreno que pisaba. Se asomó al precipicio y la vio. Seguía agarrada desesperadamente a la escarpada ladera, afianzada en ella como si no hubiesen transcurrido todos esos años que le separaban de ella, de sus paseos, de aquella tarde soleada que le cubrió de luto. Trató de acercarse a ella mientras sus pensamientos se debatían tortuosamente por no dejar paso a los infaustos recuerdos de aquella tarde, que quizá le hubiesen paralizado.

Se deslizaba penosamente, asiéndose inseguro a las grietas y a los arbustos salvajes enraizados por entre las piedras inclinadas; mientras ella gemía de miedo y de dolor. Acabo por aproximarse tanto que casi la podía tocar, al igual que aquella tarde. Sólo le restaba un paso para poder sujetarla y librarla de ese modo de su inevitable caída. Entonces, sintió miedo, un miedo que le heló la sangre. Pasaron por su mente los años desdichados de penuria y dolor, de soledad y de lágrimas. Sí daba ese paso se desplomaría como un fardo hacia la invalidez segura -pensó-. La miró. Sus ojos imploraban con lágrimas el contacto salvador de la mano que tantas veces la había acariciado. Lázaro desvió la vista para posarla en la piedra traicionera que le lanzó al vacío. No podía cometer de nuevo el mismo error -pensó-, ahora que por un misterioso prodigio había recuperado sus piernas. Las manos de su fiel compañera resbalaban, doloridas y agotadas, dejando un rastro de sangre sobre la rugosa roca de la que permanecía torpemente asida. Volvió a contemplar sus ojos, acometidos de espanto. Al punto, descubrió una hendidura en la pared, lo suficientemente profunda como para introducir la punta de su pie y apoyarse justamente en ella. Deslizó el pie con cuidado y comprobó que podía afirmarse en ella. El júbilo le lleno la cara y su corazón palpitó acelerado: ahora sí que podría ayudarla -pensó-; esta vez podrían salvarse los dos y cambiar de ese modo todo su pasado. Se soltó de una mano y fue aproximándola hacia las de ella. Sólo le faltaba un pequeño esfuerzo para poder cogérselas y evitar la caída. Ya podía notar en la palma de su mano el calor de las de ella, ya casi las rozaba...


Despertó. Nada había cambiado. En la penumbra de la habitación se ordenaban monótonamente los objetos tantas veces repasados por sus ojos: el libro, caído sobre sus rodillas, la lampara de pie de luz mortecina, la pequeña mesa-escritorio, la cama, el espejo... y el reloj, siempre el reloj, tan-ta-tan...

FIN


"surge et ambula"
Ev. (Lc 5, 24)



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